Al igual que determinadas estructuras corporales permanecen en nosotros como órganos vestigiales que ya no cumplen ninguna función biológica, algunos comportamientos instintivos, seleccionados evolutivamente porque en un pasado cumplieron una importante función adaptativa, persisten en nosotros como una onerosa herencia que dificulta nuestra convivencia actual. Este es el caso de las emociones que subyacen bajo el sentimiento nacionalista. El modo instintivo en que concebimos a los más próximos como un 'nosotros' que se opone a un 'ellos' fue útil para la supervivencia de los grupos humanos; pero actualmente amenaza la estabilidad política en muchos países y dificulta la construcción de entidades supranacionales, como se ha visto recientemente con el Brexit.

Los movimientos separatistas no constituyen un problema de convivencia exclusivo de España. Por el contrario, se da en casi todos los países del mundo (hasta en Estados Unidos existen movimientos ciudadanos para impulsar la secesión de varios Estados). Así, hay regiones que quieren independizarse del país al que pertenecen, comarcas que quieren separarse de su región, municipios que aspiran a formar una comarca y pedanías (o barrios) que quieren constituirse como municipios. Precisamente esta es la razón por la que las autoridades europeas se muestran tan reacias a realizar cualquier concesión a los nacionalistas: si Cataluña se independizara, se abriría la espita para que el fenómeno se extendiera como la pólvora, dando lugar a una balcanización de Europa. Además, enseguida surgirían movimientos disgregadores dentro de los nuevos mini-estados, y acabaríamos por volver a establecernos en aldeas independientes, como al comienzo del Neolítico.

Entonces cabe preguntarse, ¿qué es lo que falla en el proceso de construcción nacional de tantos países? Si el sentimiento localista responde a códigos de conducta innatos, profundamente arraigados en el subconsciente humano, ¿por qué nos empeñamos en construir artificialmente entidades nacionales y supranacionales que una gran parte de la población rechaza?

La biología evolutiva puede darnos una pista sobre el origen del problema. Todos los animales que viven en grupos necesitan estrategias para resolver los conflictos y minimizar las tensiones que inevitablemente surgen en un colectivo, ya que cada individuo trata de obtener lo mejor para sí mismo y, en todo caso, para los portadores de sus genes, que son sus descendientes. Muchos primates emplean para ello la desparasitación mutua (los bonobos, curiosamente, utilizan el sexo). En el caso del ser humano, el lenguaje vino a suplir el ritual de acicalamiento mutuo, como medio de mantener la cohesión del grupo.

Sin embargo, estas estrategias solo son eficaces hasta cierto tamaño del grupo. Como explica Yuval Harari en Sapiens, se ha comprobado que el número máximo de individuos humanos que puede colaborar en las tareas de supervivencia es de 150. A partir de esa cifra, el grupo se disgrega a menos que se encuentre, o se invente, una creencia común que actúe como aglutinante de una comunidad en la que sus integrantes ya no se conocen personalmente. De ahí que los primeros estados se sustentaran en una legitimidad mágico-religiosa.

Las personas acostumbramos a creer en la existencia de entidades abstractas que, en realidad, no tienen fundamento real; en eso se basa desde nuestro sistema financiero hasta nuestras naciones. Las empresas multinacionales, por ejemplo, no existen (si no se lo creen, lean la inapelable justificación que hace Harari sobre la inexistencia de Peugeot). Y si las naciones son tan endebles, es porque son constructos mentales artificiales; en realidad, tampoco existen.

Sin embargo, es cierto que la creación de entidades políticas de mayor tamaño ofrece mejores oportunidades y contribuye a lograr la convivencia pacífica, ya que el número de guerras es directamente proporcional al número de estados. Pero es necesario comprender la psicología humana para que el 'invento' funcione. No olvidemos que este proceso es muy reciente: la mayoría de los Estados actuales no tienen ni dos siglos de existencia.

Como explicaba recientemente en un artículo en Abc César Cervera: «Dentro de la corriente historiográfica que sostiene que las naciones no son realidades objetivas, sino construcciones imaginadas, se apunta a la caída del viejo régimen como el punto de partida para que los grandes estados europeos empezaran a elaborar sus relatos nacionales. Hasta entonces, la legitimidad del Estado había sido dinástica-religiosa, pero la ruptura de aquel mundo en el siglo XIX requirió una nación que diera sustento al Estado. En definitiva, los estados hicieron naciones, no al revés».

Sería deseable que nuestra convivencia tuviera una vocación universal, fundamentada en nuestra común pertenencia al género humano, y que se basara en el convencimiento racional de que la unión constituye la mejor garantía de éxito para encarar el futuro. Pero en cuestión de afectos, el animal humano no es racional; si queremos que la ficción nacional (o supranacional) funcione, debemos crear un sentimiento de nación (lo mismo que de europeidad, o de humanidad), pero que, a diferencia del nacionalismo, sea integrador y no excluyente.

Sin embargo, en nuestro país hemos hecho justamente lo contrario: hemos entregado al nacionalismo las herramientas con las que se construye la conciencia nacional, y hemos renunciado a crear un sentimiento de afecto hacia esa realidad inventada que llamamos España, como consecuencia de los complejos heredados por la utilización que hizo la dictadura franquista de los símbolos nacionales. Por el contrario, el nacionalismo catalán, cuyo origen es fundamentalmente económico, lleva mucho tiempo construyendo su ficción nacional, ante la pasividad de los gobiernos centrales.

Algunos pretenden esgrimir ahora motivos racionales para justificar la conveniencia de seguir juntos. Pero España no existe fuera de nuestras mentes (como tampoco Cataluña); hay que crearla, y hay que hacerlo desde el corazón, no desde la razón.