Al rayar el alba se dibuja una línea en el firmamento por la que se empieza a vislumbrar el horizonte. Poco tiempo después, la aurora extiende sus rosados dedos inundando el firmamento de una luz reparadora, animosamente cálida. En el tiempo en que las horas se fijaban por la posición del sol en el firmamento, las nocturnas se contaban en vigilias y las diurnas se marcaban del orto al ocaso por la sombra del gnomon en la piedra.

Cuando la campana anunciaba desde la espadaña el curso de las horas, las congregaciones orantes glorificaban a Dios con los maitines antes del amanecer y los laudes en la hora prima. Cuando esta mañana llame a capítulo en el pequeño convento de las monjas concepcionistas, la hermana Pilar que antaño alzara su voz blanca para llegar más nítida a Cristo, se habrá fundido en las primeras luces de un amanecer tan dulce como las tortas de recado que esta Navidad ofrecían sus hermanas a los viandantes que transitaban por los dominios del rey don Jaime en el murciano burgo, amasados con la caricia de sus manos.

Cuantas veces su plegaria llamó a las puertas del cielo para glorificar, para rogar, interceder o merecer. ¡Cuán persuasiva es la voz del suplicante! Como persistente es la negación del incrédulo. Mas hay una armonía en la naturaleza que no distingue la pureza de las almas, ya sean de fervorosas creencias o de enraizadas concepciones racionalistas. Ambas se funden en la paz remansa de aguas lacustres o en la potencia ciclópea del mar en bravura. En la bronca descarga de haces tonantes hay tanta polifonía en contrapuntos sincopados, como en la suave coda de la susurrante brisa que adormece las copas de los altos álamos del río. ¿Acaso llega antes al cielo el silbante bóreas de gélido aliento que el cálido abrazo del adormecido céfiro? En el eterno juego de fluidas danzas, de mareas y presiones barométricamente ponderadas, poco más importa el prometeico fuego que el meteoro inane; si el sueño de los plácidos campos elíseos no es más que el reverso del averno de oscuras pasiones, si están sólo en este mundo o si hay un más allá donde se asigne a cada uno su lugar.

Dios, Yavé, Alá, Zeus, Visnú o el recóndito Abraxas, incluso el resurrecto Osiris y sus manifestaciones, ya sea Cristo el mismo Dios o sólo su arriano hijo, Mahoma su más grande profeta o un extraño en la lista de los bíblicos enviados. ¿Qué dios se atreverá a negar el paraíso al justo que amó al prójimo como si de él fuera el hermano? ¿Qué divinidad postrará a aquel otro que jamás creyó, pero que no hizo a los demás lo que nunca quiso para sí? ¿Acaso los seguidores del papa Francisco se sentarán enfrentados a los de Wojtyla por su distinta visión de la Teología de la Liberación cuando usó en el templo sus chascantes fustas para quebrar los farisaicos cimientos de los góticos templos? Juzgará el severo Pantocrátor o el Dios misericorde encarnado en Cristo? El color de la piel o la fe de sus padres es indiferente a sus ojos, aunque a los nuestros haya costado ríos de sangre o pavorosos incendios; guerras sin tregua en su nombre, autos de fe, pogromos, razias, fatuas y tantas y funestas guerras que de santas tienen el abismo insondable.

Y si acaso todo no fuera más que la nada, qué nos quedará de nuestro paso por el mundo, sino aquello que hemos sembrado en éste para que otros cosechen y siembren a su vez. Como colegía Ti Noel, a quien Alejo Carpentier otorgó vida en El Reino de este mundo, aprende de la magia negra el arte para transformarse en cualquier ser de la creación y, después de haberlo puesto en práctica para comprender el sentido último de la vida, vuelve a su humana constitución para entender que «el hombre padece, espera y trabaja para otros que a su vez padecerán, esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad que está más allá de la porción que le es otorgada. Pera la grandeza del hombre está precisamente en querer ser mejor de lo que es».

Cuando era poco más que un mocoso, iba con mi madre al convento de las monjas concepcionistas y en la entrada esperábamos junto al torno por el que entraban los pequeños recados y salían los dulces de sus benditas manos. Después de un tiempo junto a su amiga del alma, salíamos de las Anas Trapería abajo, donde era obligada la visita al tío Pepe en La Covachuela y donde Miguel Soria, que era, sin casi, de la familia, siempre parecía tener guardado un tebeo para el crío. Con las historias de Zipi y Zape, de Mortadelo, Rompetechos, Sacarino, Carpanta, el agente Anacleto, 13 rue del percebe, Pepe Gotera y Otilio, pero también del Enmascarado y algunos otros bautizados en inglés, fui aprendiendo a leer hasta que Julio Verne los exilió a un cajón. Años más tarde, fue mi tío abuelo quien me obsequió Cien años de soledad para entrar en un mundo de adulto del que aún no he salido. Su sobrina María Dolores me aconsejaba cuando era padre primerizo que diera todos los abrazos y besos que pudiera; el amor se debe demostrar y es obligado ejercitarlo. Con sor Pilar, luz en la penumbra de la clausura, los recuerdos son algo más que una herencia recibida. Si sus oraciones convencieron al Dios de los cristianos para que estuviera pendiente de mis devaneos, de mis caídas o mis cruces, o si fueron los tebeos los que iniciaron mis pasos por un camino que iba más allá de la Catedral y sus campanas, tal vez lo sepa ella ahora. De lo que sí estoy convencido es que su alma ha calado en quienes tuvimos la fortuna de conocerla y que un poco de lo bueno que alguna vez pueda llegar a merecer forma parte de esa armonía de la naturaleza que nos hizo hijos de un mismo Dios.

Requiescat in pacem.