Hace diez años apenas sabía hacer un café. En mis años de estudiante sólo tomaba café cuando tocaba noche de flexo y lo solía hacer Joan Sans, que por aquel entonces ya dominaba como un maestro las parafernalias de los momentos importantes de las pequeñas cosas. Ahora tomo café todos los días y lo hago todos los días. En mi foto más descriptiva de lo de los diez años, como bien lo bautizó Rubén J. Serna en sus redes, podría salir un bote de Nesquik en 2009 y una cafetera clásica en 2019. Pero lo que más me gusta del café son los momentos al hacerlo. Todo lo que rodea el hacer café es un maravilloso mundo de oportunidades. Esos minutos, los minutos de hacer el café, es tiempo de una dimensión de pequeños placeres que se abre, un agujero temporal en la mañana, en el día, y a veces, hasta en la misma vida. Un aura de capacidad para decidir lo inunda todo hasta que se sirve el brebaje humeante en la taza, que suele ser el momento en el que la mirada del que lo ha preparado se cruza con la de otra persona, o se queda mirando al infinito vislumbrando la decisión que se ha tomado, o se va a tomar.

Es un momento muy cine o serie, claro. Los guionistas lo vieron pronto. El tiempo en el que ponerse una copa o hacer un café es tiempo en el que se pueden hablar temas importantes para la trama. Desenroscar la cafetera, las cucharadas de café molido, el olor, esos paseos automatizados, lentos, por la cocina, verter el agua, prensar el café, algo todo monótono, que otorga una facilidad japonesa en las decisiones que ya sabes cómo tomar para hacerlo te permite hablar, pensar, te permite abrir puertas mentales y generar una conversación que tiene su base en todos los movimientos necesarios para hacer el café.

Quizás por eso se genera ese ambiente único. Quizás por hacer algo mecánico, que se hace todos los días, que tenemos dominadísimo, nuestra mente abre otras compuertas que normalmente están cerradas, o quizás es por el sonido del agua filtrando el café, el humo que sale de la cafetera y el calor de una taza vieja humeante. Ya sea en pijama, con bata o recién puesto el traje, apoyado en mesa o sentado echándole aceite a la tostada, cuando llega ése primer trago el café sabe a realidad, sabe a estar vivo, a que ya estamos dispuestos a tomarnos todo lo que el día no ponga delante, y a mirar a los ojos. Me gusta mucho más hacer café que el café. Y por eso me gusta tanto el café, diez años después, cuando es mejor dormir que soñar, que decía Calamaro. Quizás también por eso.

¿Te gusta hacer café? Vale.