Hasta que el socialismo adoptó una versión de feroz militancia política animado por los odios de Marx y los dirigentes de la Primera Internacional, con sus terribles encarnaciones en el comunismo real durante el siglo XX, sus ideólogos y militantes eran antes que nada gente bienintencionada y de profundos sentimientos solidarios. Es lo que con cierto tono despectivo se denominó el 'socialismo utópico' o premarxista de los Robert Owen, Henri de Saint-Simon o Charles Fourier.

El socialismo real hace tiempo que dejó de ser una referencia para casi nadie, excepto algún vocero a sueldo de las dictaduras cubanas o norcoreana, tipo Willy Toledo. A nadie se le ocurriría resucitar regímenes que causaron la miseria y la muerte a cientos de millones de personas, y una horrorosa privación de libertades y derechos humanos en aras de asaltar el paraíso comunista. Lo que sí nos ha quedado es algo más parecido al socialismo utópico, a través de lo que llamamos el Estado del Bienestar. Las 'conquistas sociales' como la Seguridad Social, en Alemania e Inglaterra en los inicios del siglo pasado, se han consolidado hasta formar parte de nuestro entramado social, político e incluso mental. Nos enorgullecemos de ello y prácticamente nadie en el espectro político discute sus fundamentos y menos sus objetivos.

La cuestión a preguntarse es si no nos habremos pasado de vueltas con eso de que el Estado asuma la protección del ciudadano en todos los aspectos de su vida desde la cuna hasta la tumba. Ya no es el seguro de enfermedad universal, algo defendible desde cualquier punto de vista, sino la educación pública, las pensiones públicas, el paro, la ayuda después del paro, las ayudas a la dependencia, las subvenciones de todo tipo a asociaciones y empresas y un largo e inacabable etcétera. De hecho, en Occidente nos hemos acostumbrado a pedir al Estado que se haga cargo de todas y cada una de las necesidades propias y ajenas. Eso me recuerda cuando un día iba por la calle con mi niño pequeño y, extrañado el chaval ante la vista de un pedigüeño solicitando dinero a los transeúntes me preguntó: «¿Y por qué no lo saca del cajero?».

A veces me siento a oír las opiniones de mis contertulios sobre cualquier déficit que afecte a nuestra sociedad, y la respuesta es siempre la misma: el Estado debería asumirlo y tomar cartas en el asunto. Utilizamos la expresión 'papá Estado', y me parece justa, ya que las madres suelen ser más sensatas y menos dadivosas que los padres, siempre malcriando a sus niños. Es lo que podríamos llamar 'filosofía Carmen Calvo', nuestra generosa vicepresidenta del Gobierno y autora de una frase que sirve para definir a la perfección esa mentalidad: «El dinero público no es de nadie». O sea, el que necesite algo, que acuda al Cajero del Estado.

El problema, obviamente, es que el dinero público es el dinero de los ciudadanos que, después de ganarlo arduamente con el sudor de su frente, es extraído de su bolsillo sin miramientos por el recaudador público, siempre en aras de la redistribución y de un bien mayor. Y lo peor es que los ricos cuentan con grandes recursos para no pagar. Como diría un buen amigo argentino, «ché pibe, ¡no puedes comerte dos bifes en el mismo día». Los ricos no pagan más impuestos porque los evadan, sino porque no lo necesitan para vivir y lo dejan metido en las empresas, cuyo valor aumenta y de paso les sigue enriqueciendo. La cuestión es si queremos destruir el tejido productivo para castigar a los emprendedores que benefician a la sociedad e, inevitablemente, se benefician ellos mismos a través de sus empresas de éxito.

Las nefastas consecuencias de tantas buenas intenciones las vemos y las sufrimos todos los días. Tenemos el mayor paro de la OCDE porque tenemos la legislación más protectora, las indemnizaciones por despido más suculentas y el paro más generoso. Todo ello son cosas buenas que, sin embargo, revierten en la aversión de los empresarios, especialmente los pequeños, a contratar. Aquí se contrata a alguien cuando no hay más remedio, porque es comprarte la cuerda con la que te ahorcarán si llegan malos tiempos para tu negocio y tienes que despedir a parte del personal.

La sanidad universal funciona tan estupendamente que, como consecuencia, pronto seremos el país con mayor esperanza de vida. Eso significa que las pensiones no aguantarán, no aguantan ya, tanta salud y longevidad, quebrando de esta forma otro maravillosa concreción de las excelentes intenciones de políticos y gobernantes: el sistema público de pensiones. Pero es que la educación pública y el igualitarismo dominante impulsan inevitablemente una disminución de la exigencia lectiva, echando a la vida y al mercado laboral trabajadores con un lamentable nivel de formación. Todo en aras, eso sí, de las mejores intenciones.

El Gobierno socialista, azuzado por sus propias convicciones y por la de los comunistas que los apoyan, acaba de aprobar una subida sustancial del salario mínimo que, de entrada, nos ha traído una ola de despidos histórica en el mes de diciembre. ¿Quién puede oponerse a la lógica de una subida del salario mínimo? Solo un capitalista sin escrúpulos, o tal vez los economistas prudentes que saben cómo funcionan las cosas en el mundo real.

Y no solo es nuestro país. La tragedia del Brexit arrastra del cabreo de muchos británicos con el alto nivel de prestaciones sociales y ayudas que reciben los inmigrantes en Reino Unido. Cientos de miles de europeos continentales, muchos de ellos españoles, se trasladaron a este país en busca del refugio económico paliativo que no recibían en sus propios países durante la reciente crisis. Ello ha hecho que el país que inventó el Estado del Bienestar haya cometido un último acto de insolidaridad y se haya autolesionado decidiendo abandonar la Unión Europea con el objetivo confeso de impedir la inmigración para no seguir subvencionando a los inmigrantes. Otra consecuencia lamentable de este mundo de fantasía colectiva de bienestar que empieza a parecerse cada vez más a un laberinto de pesadilla sin salida.