Clanes del desierto merodeaban por las ruinas de ciudades mucho tiempo atrás arruinadas y reducidas a polvo como Sodoma y Gomorra. El campesino italiano tenía la noción de que en algún lugar a orillas del Vesubio hubo una ciudad sepultada. Historias contadas a la luz de una lámpara de sebo ilustraron el fin de la Atlántida; las campanas de aldeas hundidas en lagunas y ríos repicarían algunas noches; duendes de las aguas frecuentarían espacios submarinos de ciudades sumergidas en las profundidades; peor aún, ciudades malditas por su avaricia emergerían de las aguas que las tragaron periódicamente para buscar la redención de su pecado o volver a sumergirse o por otro largo período de años.

Por todas partes el genio popular ha suscitado soñadores despiertos, narradores de mitos, que han pronunciado una sentencia de muerte contra la humanidad que mora en ciudades para contemplar su futuro montón de ruinas como si fuera un monumento funerario destinado a que el caminante medite sobre la vanidad de la vida, sobre su fugacidad.

Esta imagen de muerte la proyectamos igualmente hacia el futuro y en ocasiones podemos ver a un desertor de la Ciudad de las Cúpulas caminar entre las ruinas de Washington en La fuga de Logan, o a un humano fugitivo adentrarse en la Zona Prohibida para darse de bruces con los restos de la Estatua de la Libertad semienterrados en la arena de una playa desconocida en El planeta de los simios. Cuando estas ruinas tienen habitantes, suelen ser la imagen terrible de la degradación de una civilización condenada por sus faltas, estúpidos y gregarios, violentos o desalmados. En la saga E l planeta de los simios tanto en el cine como en el cómic las ciudades de la Zona Prohibida son el refugio de humanos afligidos por los efectos de la radiación, mutantes aterradores y desfigurados que orientan su existencia hacia el culto macabro y pagano de aquellos artefactos atómicos que extinguieron su mundo. Por contraposición a la Zona Prohibida las comunidades simias habitan asentamientos de aldea en un contexto eminentemente rural y arcaizante, casi neolítico. La civilización, entendida estrictamente como la vida humana en ciudades, queda degradada a la escoria genética de repugnantes seres que literalmente rinden un culto obsceno a la energía atómica.

Son las preocupaciones obsesivas de la Guerra Fría, porque en las publicaciones más recientes de El planeta de los simios no existe la ciudad humana como tal, ni siquiera en su forma de ruina o Zona Prohibida, sino asentamientos campesinos, cada vez más amenazados por la expansión simia. El único paisaje urbanizado no es humano, sino un poblado enorme llamado Ciudad Simio. En el universo simiesco más reciente ya no aparecen las preocupaciones del holocausto nuclear sino la amenaza terrorista que es tan característica del siglo XXI. De esta manera irrumpen activistas humanos radicales que atacan patrullas simias portando cinturones de explosivos y fanáticos que se hacen con el control de un rudimentario dirigible para estrellarlo en un ataque suicida, contra una de las torres de la Ciudad Simio en una alegoría consciente de los ataques del 11 de septiembre.

Dentro de la ficción de El planeta de los simios encontramos la ciudad como imagen misma de mundo, ya sea en su pesadilla mutante y supersticiosa, ya sea en su imagen de la opresión ejercida contra los mas débiles. En cualquier caso, esta ciudad del futuro encarna preocupaciones contemporáneas en las que, ante una crisis de civilización, la ciudad culmina un proceso de degradación, o bien se convierte en un instrumento de exclusión y opresión social solo para ser atacada por medios tan desesperados como crueles y aterradores. La fábula simia sigue lanzando una severa advertencia a los humanos habitantes de ciudades.