Todas las mañanas voy al trabajo en autobús y suelo tener como compañeras de viaje a un grupo de mujeres de mediana edad, algunas próximas a la jubilación, y todas ellas trabajan en casas como doméstico. Cada día se encuentran en el autobús y se despachan a gusto con la política, las penurias de la vida laboral, el cansancio de llevar toda la vida bregando con maridos, hijos y nietos, y con todo tema de actualidad que se le cruce por la cabeza a la primera que arranca la conversación mañanera. Es imposible no quedarse enganchada a estas charlas de primera hora que mantienen entre ellas pero de las que, en realidad, nos hacen partícipes a todos los viajeros. Su elevado tono de voz deja patente su nulo pudor a que alguien las escuche. Y, por lo general, yo lo disfruto. En lugar de pasar los quince minutos de trayecto abstraída en las redes sociales, me gusta escucharlas y conocer sus opiniones; opiniones que a veces son simples, categóricas, disparatadas, emocionales y viscerales, pero que, casi siempre, están cargadas de un sentido común aplastante.

Desde el lunes su único tema de conversación es Julen, el niño al que buscan desesperadamente desde el domingo en Totalán, Málaga. No salen del bucle, como casi todos los españoles. Estamos todos allí, asomados a ese agujero negro en el que se precipitó el pequeño mientras jugaba. Ellas tienen claro que ya no hay nada que hacer. Pero sus conversaciones se enzarzan en el dramatismo que tiene la vida. A ellas, que han vivido casi de todo (los relatos de sus desventuras también suelen ser habituales), les parece que la vida no puede ser tan injusta con una familia que ya perdió a un niño de tres años cuando paseaban tranquilamente por la playa y le dio un paro cardiaco súbito. Y tienen razón.

Esta familia se despertó el domingo; desayunaron, vistieron al niño, cargaron todo lo que necesitaban y se fueron al campo a disfrutar del día en familia para comer una paella. Durante el camino en coche la pareja quizá incluso discutiera por alguno de esos problemas que parecen importantes, o puede que planearan alguna gestión para la semana que estaba a punto de empezar. Y cuando estaban en pleno disfrute familiar, en un segundo, literalmente, se les ha vuelto a romper la vida.

Tal desgracia ha sumido a algunas de mis compañeras de viaje en una verdadera crisis de fe. El martes, cuando sus esperanzas comenzaban a decaer, tuvieron una conversación existencial. «Mira, a veces, te lo digo de verdad, dan ganas de dejar de creer en Dios, no puede ser que exista Dios y le haga esto a una buena familia, con la de gente mala que hay en el mundo. A mi que me perdonen, pero yo lo veo así», decía una apoyada por otras dos que viajaban detrás de ella. «No digas eso, mujer, hay que creer, hay que creer, es la única manera de entender algo así, no hay que renegar de Dios; yo lo pienso así, vaya», contestaba otra. Los quince minutos del martes no fueron suficientes y han seguido varios días dándole vueltas al tema. No salen del borde de ese pozo; como todos.

Esta es de esas historias que te encogen el alma. Nadie puede imaginar lo duro que debe ser pasar por algo así y, a la vez, todos nos ponemos en el lugar de esa familia. Es muy fácil porque, en realidad, le podría pasar a cualquiera. Un minuto eres feliz preparando una paella y, al siguiente, el infierno entero cae sobre ti.

La tragedia de Julen se ha solapado con la de Laura Sanz, la española que murió el sábado por la explosión en una panadería de París. Estaba pasando con su marido un fin de semana romántico. Su ilusión era conocer la capital francesa y él le había dado una sorpresa. Dejaron a sus tres hijos con los abuelos y partieron a una escapada de fin de semana, probablemente de las pocas que habrán hecho desde que formaron su familia. Y, de nuevo, un momento eran felices y, un instante después, la tragedia se posó en esa familia.

Esta semana de desgracias supongo que más de uno habrá tenido pensamientos cruzados similares a los de mis compañeras de viajes. Es para replantearse todo aquello en lo que uno crea. Ya sea en Dios, en la naturaleza, en la vida, en las energías?

En cualquier caso creo que, tanto quienes han cruzado la línea del existencialismo como quienes no lo han hecho, estos días han debido pensar en más de una ocasión eso de que hay que disfrutar cada momento, por lo que pueda pasar.

Por el momento, mientras decido en qué bando estoy, voy a ir aplicándome el cuento.