Alguna vez he oído decir a Manolo Alcántara que la columna de prensa es la última forma de esclavitud. Hipérboles aparte, algo de razón tiene el maestro al referirse a la obligatoriedad de escribir a diario y renovadamente, sin tropezar dos veces con el mismo argumento, con el mismo enfoque, las mismas palabras. Escribir columnas tiene una pizca de la prepotencia sabiondilla de quien opina de todo y todo el tiempo (como si de todo supiese uno, que apenas sabe nada de sí mismo), y otra pizca de la incertidumbre que da no saber de qué escribir.

Es de Julio Camba (uno de los más grandes escritores en periódicos) una de las reflexiones más crudas sobre la tiranía de la columna, sobre la obsesión en la que se acaba convirtiendo: «El organismo del articulista lo vuelve todo literatura. Yo me voy al mar, por ejemplo. No cabe duda de que el mar es una cosa grande y hermosa. Pues toda su hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una columna escasa de periódico. El articulista no puede gozar de nada€», y cuentan que remató: «Se me muere un amigo y me pongo muy contento, porque ya tengo la columna de mañana».

Sea como sea, siempre acabas escribiendo la columna de mañana. Incluso cuando se te mueren los amigos o cuando te duele respirar pensando en ese crío atrapado en un pozo. El mundo entero está pendiente de la suerte de Julen, que desde el domingo nos tiene con el alma en vilo. A la hora en que escribo esta columna están excavando túneles para llegar hasta él, para sacarlo del agujero y dejarlo en los brazos de su madre.

Cuando usted me lea quizás todo se haya resuelto, porque entre mi tecleo y su lectura media una vida, pero ahora, ahora mismo, en este momento en que, para tomar aliento, miro por la ventana y veo cómo el mar se desentiende; en este momento en el que escribo mi columna de mañana luchando contra mí mismo porque no quiero que mi organismo de columnista reduzca la tragedia del niño Julen a literatura, a «una columna escasa de periódico», una columna como un pozo, capaz de tragarse a un chiquillo y hacer que nada tenga sentido, que el mundo sea absurdo, y frío y oscuro, ahora, que el mundo entero mira a Totalán y aguarda el milagro, yo quiero escribir con la confianza, como la tuvo Chesterton (otro esclavo de la columna), de que «lo más increíble de los milagros es que ocurren», y gozar de él como cualquiera.