El año es un tobogán y enero un tramo de subida que se hace muy duro. Aunque el sol de estos días ayuda a soportar las bajas temperaturas, son días fríos. El frío se cuela por todas partes: los amaneceres de resaca, la serpentina sucia en las aceras, las escaleras mecánicas de los aeropuertos, las cajas de bolas y guirnaldas en el pasillo, botellas vacías o que no llegaron a abrirse, un mensaje enviado demasiado tarde, el piano mudo en un rincón y la leña que arde despacio y sin mucha fe. Después de los reencuentros, todos se han ido en enero, cada uno con un impulso que desconocen, en busca de un nuevo principio que los lleve al punto donde dejaron las cosas y coloque todo en sitio; pero mientras lo encontramos la tristeza parece que va a durar para siempre. Se levanta uno de repente y se pregunta: ¿dónde nos habíamos quedado? ¡Ay, si no lo recuerdas! Y si el camino al que volvemos nos resulta extraño, ajeno a nosotros, y en él nos vemos como actores en una función equivocada, nos sentimos fuera de lugar, helados.

Caminamos por enero como por el borde de un sueño del que queremos despertar porque todo resulta familiar, pero desencajado. La casa, las calles o las personas solo parecen nuestras por su apariencia y, sin embargo, no podemos ver, o hemos olvidado, la relación que hay entre ellas. Se nos escapa así el significado del sueño y nos sentimos como cáscaras vacías en medio del frío. Y lo que más miedo da es no poder escapar del sueño, quedarte atrapado en el mes de enero.

Una de estas mañanas frías de enero entré en una panadería. Una mujer ya mayor, menuda, con aspecto de duendecillo, vestida con un abrigo algo ajado encima de unos llamativos pantalones naranjas de pata ancha, charlaba alegremente mientras pagaba su compra. Después de desearnos a todos un feliz día se fue arrastrando su carrito. Entonces nos dimos cuenta de que se había olvidado encima del mostrador la barra de pan y las magdalenas. La panadera salió corriendo llamándola por su nombre: «¡Dolores, que se deja el pan!». Cuando ya me iba, vi que la había alcanzado en la acera, venía ya de vuelta, riéndose al percatarse de su despiste: «¡Es que iba pensando en el novio!». El sol de mediodía hacía brillar la escarcha del suelo, que bajo las ruedas del carrito de la mujer crujía como si fuera música. Dolores se alejaba hacia el final de la calle, ligera como si caminara por un diciembre perpetuo.