Como cualquier clásico, José Ortega y Gasset es un autor que invita a muchas lecturas posibles. Su filosofía, en una metáfora que quizás sería de su gusto, es un manantial en el que se detienen a descansar las caravanas de viajeros que sacian su sed, cada cual según su necesidad, conversando, celebrando el encuentro y retomando después sus caminos, ya repuestos, con la mirada fija en su destino. En estas líneas yo voy a pintar tan solo un pequeño esbozo de mi personal lectura del filósofo madrileño, con la esperanza de que sugestione a quien esto lee para que también se acerque a ese manantial y pruebe su agua por cuenta propia.

Lo primero que hay que agradecer a Ortega es la fidelidad a su consigna «la claridad es la cortesía del filósofo». No es poca cosa... La idea de que la jerga técnica o la pedantería son lujos prescindibles le permitió lograr un estilo fresco, muy cuidado, sin renunciar a la rigurosidad que exige la filosofía. Así, cualquier lector o lectora, sin necesidad de excesiva formación previa, puede disfrutar de una lectura entretenida sobre cualquiera de los múltiples temas que abordó el filósofo: desde la propia filosofía, la historia, la política o el arte hasta la teoría de la relatividad, el deporte o la caza. Si, además, persiste en su empeño, descubrirá un tesoro oculto que probablemente le pasó desapercibido en las primeras lecturas.

Una segunda cuestión, muy relacionada con la anterior y de plena actualidad, es la vocación de intervención en el debate público. Ortega entendía que, en la España de su tiempo, un intelectual tenía la obligación de implicarse en el debate público, cosa que en su época pasaba fundamentalmente por escribir en la prensa. La España de hoy es muy diferente de la de que conoció Ortega, cierto, pero el compromiso de aportar claridad y rigurosidad en nuestras intervenciones públicas, cada cual en el ámbito que le corresponda, sigue siendo una condición necesaria para construir un país mejor. También supone una garantía frente al cortoplacismo y el consumo irreflexivo de información al que tiende a impulsarnos la enorme abundancia y pluralidad de medios de comunicación con que contamos hoy día.

Esta abundancia, creo yo que diría Ortega, es una fantástica noticia y, en todo caso, ha venido para quedarse. Le ofrece a cualquiera la posibilidad de participar activamente en el debate público y, al hacerlo, le traslada la responsabilidad de estar a la altura de su tiempo. En la actualidad, más que nunca, esa responsabilidad no le cabe solamente a los intelectuales, que además, en demasiadas ocasiones, han tendido a servirse de su posición para proyectar opiniones sin más respaldo que su autoridad.

Con Ortega podemos aprender que cada época tiene preciadas conquistas civilizatorias, adquiridas con un esfuerzo de generaciones, que, sin embargo, están amenazadas y requieren de nuestra constante atención para mantenerse. Eso nos exige aportar, con la mayor firmeza y claridad posible, con aquello de lo que sepamos y, sobre el resto, escuchar con humildad y atención a los demás. De esta manera, evitaremos convertirnos en un bárbaro especialista, que sabe mucho solo de una cosa, pero cree tener autoridad para hablar de cualquiera.

Era Ortega, como se puede deducir de lo anterior, un pensador muy pegado a su tiempo. En realidad, no solo a su tiempo, sino a la idea del paso del tiempo, de la historia. La finura y agudeza con que Ortega estudia la importancia del tiempo para comprender todos los aspectos de la cultura humana es otro de sus grandes valores, quizás el que personalmente me resulta más fascinante. Contribuyen a ello dos ideas fundamentales: la perspectiva y el anacronismo. La perspectiva, la peculiar posición desde la que cada cual mira el mundo, no depende solamente del carácter de cada individuo, sino de la época, de la sociedad y del ambiente en el que se ha formado.

Hay por tanto, unos lazos invisibles que nos ligan a otros, con los que compartimos nuestra vida, queramos o no, y que contribuyen a formar nuestra mirada sobre las cosas. Estas, por supuesto, son tozudas, persistentes: no se someten a nuestro antojo; pero ofrecen múltiples flancos a quien quiera abordarlas seriamente. Tener en cuenta esta idea de la perspectiva quizás nos ayude en la misión que comentaba antes: defender las ganancias irrenunciables de nuestra época considerando, al mismo tiempo, con humildad, la existencia de distintas miradas posibles sobre las mismas.

Para ello, también es importante volverse hacia el pasado para comprender cómo hemos llegado hasta aquí: qué hizo posible, para lo bueno y para lo malo, la sociedad en la que vivimos. Cuando lo hagamos, conviene tener en cuenta el anacronismo esencial de esa mirada: la idea de que hay lógicas de ese tiempo pasado que se nos escapan, que nos resultan irremediablemente ajenas. De lo contrario, corremos el riesgo de condenarnos a no ver en el pasado más que el pálido reflejo de nuestras inquietudes contemporáneas. Sin duda, esto es en parte inevitable y hasta legítimo, ya que, al igual que hay lazos invisibles que nos unen a nuestros contemporáneos, también formamos con nuestros antepasados una trama que se teje con hilos comunes. Pero debemos ser conscientes de lo que nos separa, precisamente para comprender mejor la aportación original de estos últimos a una historia que también es la nuestra.

Así podremos respetar la petición de un poeta contemporáneo de Ortega que, por lo demás, podemos aplicar a ciertos pasajes de su obra y recitar piadosamente dirigiéndonos a quienes nos sucedan: «Vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia».