Lo del Brexit se parece cada vez más a una serie británica llamada Faulty Towers en la que John Cleese, el cerebro de los Monty Pyton, regentaba un pequeño hotel rural en el que destacaba con luz propia la ineptitud y el ignorante atrevimiento de un camarero metepatas supuestamente español (en realidad un británico de raíces italianas) llamado Manuel. Y eso por buscar una comparación compasiva.

En esta comedia titulada Brexit, Theresa May no hace precisamente el papel de gerente del hotel (aunque por su estiramiento y pomposidad podría haberlo interpretado perfectamente) sino el del continuamente vituperado Manuel. De hecho, Theresa May, como el Manuel de Faulty Towers, mete continuamente la pata y se enfrenta día sí y día no a situaciones de improbable, o incluso imposible, salida. Y todo por esa estupidez, empecinamiento y falta de flexibilidad del resto de personajes secundarios de la serie, todos británicos de cara larga y mente estrecha que van a pasar un día o un fin de semana de asueto en el susodicho hotel.

Sin ir más lejos, lo más destacable de las discusiones sobre el Brexit en el Parlamento británico esta semana ha sido un enfrentamiento implacable entre un parlamentario tory llamado Adam Holloway y el speaker de la Cámara de los Comunes John Bercow a cuenta de una pegatina contra el Brexit exhibida en el supuesto coche del speaker. Y digo supuesto porque el coche finalmente resultó ser de la señora Bercow, y no del señor Bercow, o esa al menos fue la defensa del reputado speaker de uno de los Parlamentos más antiguos y respetables del planeta a cuenta de una locura británica llamada Brexit.

A pocos días de una 'votación significativa' acerca del acuerdo sobre el Brexit negociado con Bruselas por la primera ministra Theresa May y su equipo de negociadores, la cosa parece estar más negra que nunca. Tanto, que ya está prevista una segunda discusión sobre el plan alternativo que el Gobierno de la señora May deberá presentar el siguiente lunes al de su más que segura derrota parlamentaria. En ese momento sabremos cómo piensa afrontar el Gobierno británico una situación que se anticipa horrorosa, de un Brexit sin ningún acuerdo, o una solución completamente kafkiana de un aplazamiento sine die de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea.

Lo más terrible de lo que ha pasado en estos dos años y medio desde el referendum de junio de 2016 con relación al Brexit ha sido comprobar cómo un país supuestamente serio y con una enorme historia de poder y sabiduría colectiva o individual a sus espaldas, se ha podido comportar de manera tan errática e inconsistente. Los filobritánicos españoles, entre los que me cuento, no salimos de nuestro asombro.

Todos esperábamos que, una vez consumada la soberana estupidez de convocar un referendum popular sobre un asunto tan delicado y complejo, en el que ambas partes, pero sobre todo los partidarios de la salida, esgrimieron argumentos simplones, cuando no burdas mentiras y manipulaciones, los británicos tendrían el buen sentido de votar por la permanencia en una estructura de la que, ya hace mucho tiempo, cogen lo que les interesa y desprecian lo que no les interesa. No fue así, y desde entonces hemos entrado en un período donde las vergüenzas y las deficiencias de este gran país se han ido poniendo en evidencia con enorme crudeza. Lo primero que hizo Cameron, el culpable toda la tropelía, fue largarse tan tranquilamente a casa, a esperar que escampara la tormenta de terribles consecuencias que él mismo había provocado. Llegó Theresa May, y con ella la amenaza de desastre se ha venido confirmando día a día. Tenía mayoría absoluta y la perdió, en una convocatoria electoral innecesaria y suicida, haciéndose a partir de ese momento totalmente dependiente para aprobar el acuerdo que consiguiera en Bruselas del voto de unos extremistas irlandeses.

El caso es que una negociación que debería haber estado basada en principios claros y en las líneas rojas definidas claramente, se convirtió en un caos negociador en el que lo importante es una palabra introducida en la neolengua de este período llamada backstop y que es difícil de entender y mucho más de explicar. Parece alucinante, por decirlo suavemente, que un impedimento sobrevenido, del que nadie mencionó una sola palabra durante la campaña del referendum, se haya convertido en el principal escollo para la aprobación parlamentaria de un acuerdo para la salida de la Unión Europea en condiciones pactadas.

Probablemente, lo único que sacaremos en limpio de todo este barullo en los próximos años será una serie cómica británica parecida a Faulty Towers donde los herederos de John Cleese se descojonarán, y nos harán reír a nosotros, acerca de lo tontos y estúpidos que han sido sus compatriotas abandonando una estructura que le reportaba enormes beneficios económicos y de seguridad. Basta recordar la escena de La Vida de Brian en la que una facción del Frente Popular de Judea habla sobre oponerse a la ocupación romana en base a «¿qué han hecho los romanos por nosotros?»: «¿los puentes? ¿los acueductos? ¿el Derecho?...» van respondiendo unos y otros en un largo recuento de los beneficios evidentes con los que una civilización tan innovadora como la romana había bendecido la atrasada y sectaria tierra de los siempre belicosos e intolerantes judíos.

Deberíamos decir que en los próximos días sabremos el desenlace de esta ópera bufa, ya que el 29 de marzo vence el plazo para la salida con o sin acuerdo. Pero me temo que no será sí, para desesperación de los Gobiernos europeos y de los negociadores de Bruselas. Todavía cabe la posibilidad de que la salida se detenga sine die, algo legalmente posible. En fin, por lo que a mí me atañe, solo deseo a mis admirados british que se aclaren cuanto antes y que ojalá tomen la mejor decisión posible, o al menos que no la terminen de fastidiar del todo.