Estoy harta de escuchar y de leer que, si una misteriosa red de acequias, que si un molino olvidado, que si un patrimionio por descubrir.

Vamos a ver, que las acequias no son misteriosas, las acequias discurren por el municipio de Murcia desde hace siglos y han sido y son administradas, como ahora se administra el agua potable o el servicio de basuras, que no tienen nada de misterioso. Las estructuras industriales relacionadas con el agua, es decir, los molinos de todo tipo: batanes, harineros, pimentoneros o almazaras han estado funcionando hasta que la electricidad y el progreso industrial del siglo XX los llevó a la ruina. El patrimonio cultural con mayúsculas, léase catedrales, iglesias, palacios y el patrimonio menor ha estado y sigue estando ante nuestros ojos a pesar de la indolencia de quienes lo custodian. Hay quien piensa que esos edificios tienen más vergüenza que los dueños y no se caen al suelo por pura dignidad.

Basta ya de chorradas por el estilo de vamos a ser Indiana Jones y vamos a descubrir al mundo las maravillas de nuestro patrimonio cultural, del que hemos pasado porque nos ha dado la gana.

Desde luego que los cientos de miles de turistas que ahora van a llegar por tierra, mar y aire para ver las maravillas de la Huerta de Murcia lo tienen fastidiado, ya que todavía (que yo sepa) no se ha articulado el cursillo de formación para vestirse de huertano, coger una azada y ponerse a plantar patatas en un bancalico cerca de un escorredor mientras que una bella huertana con el delantal impoluto y una flor de azahar en el pelo canta y borda sentada en el quijero de una acequia mientras unos zagalicos juguetean con una bilocha entre las moreras y membrilleros que rodean su barraca que, por otra parte, está bellamente decorada con un tinajero en el que lucen varios lebrillos, un par de tinajas totaneras y una jarra de la novia que recuerda el feliz matrimonio de esa pareja prototípica de huertanos autóctonos.

La verdad de las cosas no se puede enmascarar tanto, y creo que los murcianos no nos lo merecemos, somos todos lo suficientemente maduros para hacer autocrítica y tomar nuevas decisiones. Reconozcamos que el patrimonio cultural, como concepto, nos importa un pimiento y que nunca hemos entendido nuestro legado histórico como un motor económico. Nunca nos hemos sentido concernidos con el mantenimiento de edificios, con la importancia de nuestras instituciones centenarias, nuestra forma de hablar, de comer, de vestir o de vivir. Nos hemos dejado llevar por la tan cacareada y supuesta falta de identidad como región y como municipio, para dejar morir en la desidia nuestro patrimonio. Mientras que no hagamos una reflexión seria sobre lo que queremos legar a nuestros hijos e hijas, esos a los que decimos amar tanto, no habrá solución.

Todos somos culpables. El político de turno tiene mucha culpa por su nula labor de pedagogía y es responsable de no creer en esta tierra, pero nosotros, los ciudadanos, somos culpables de abandonar castillos, palacios, molinos, casas de labor, aljibes, palomares, fábricas, acequias, pozos artesianos. Somos culpables de abandonar a su suerte a la historia con minúsculas y lo más grave es que lo hemos hecho a conciencia.

En los últimos tiempos está de moda recuperar, descubrir y maravillarse con cosas que han estado siempre ahí y que de repente surgen ante nuestros ojos asombrados e inocentes, limpios de toda mácula. Pues no, señores, me niego a hablar de asombrosas acequias, misteriosos castillos, personajes míticos y paisajes inigualables. Me resisto a las grandilocuencias de cronista decimonónico. Me gusta mucho más la intrahistoria, la historia de la gente normal y corriente, que ha sido la que realmente ha creado el paisaje en el que vivimos y el patrimonio que pervive.

No me canso de decir en todos los foros donde puedo y me dejan (suele ser en mi casa a la hora del café o en el trabajo a la hora del almuerzo) que se hace imprescindible la pedagogía, y la divulgación patrimonial. Se hace necesaria la creación de asignaturas específicas de patrimonio e historia local en todos los niveles educativos y que las demás asignaturas incorporen referencias a nuestro pasado. En literatura, en música o en ciencias no es difícil incorporar a Miguel Espinosa, Saavedra Fajardo, Julián Calvo, Fernández Caballero, Ricardo Codorniu o Isaac Peral, así, sin mucho rebuscar.

Basta ya de inventar la pólvora; al final es pólvora mojada.