He oído decir a una feminista de pro que, ahora que viene la derecha, como diría Alfonso Guerra, ninguna mujer tiene que quedarse en casa. Lo he escuchado y enseguida mi mente ha volado al momento en que fui yo quien se quedó en casa. Y eso que era ya abogado, y tenía un puesto de trabajo chulo. Lo hice por mil razones, y aunque todas y cada una de ellas caían a plomo, ni todas ellas juntas evitaron el vértigo de pensar que quizá nunca volvería a trabajar. ¿Que por qué lo hice?

Pues podría escribir un libro con los motivos, pero una de las razones que me hicieron ‘apartarme’, una de las más poderosas, fue llana y simplemente que ganaba más (no lo mismo, más) una mujer limpiando que yo resolviendo expedientes. Bueno, puede que sobrasen unos eurillos, pero la proporción era exagerada. Y aunque desde el principio intenté compatibilizar mi trabajo con mi nueva faceta de madre, mi yo interno se rebelaba continuamente, y al final dejé el trabajo. De hecho, pensaba firmemente que si todas las mujeres que estábamos en esa situación laboral tan precaria colgásemos nuestros oficios y nos declarásemos en huelga, muchas cosas cambiarían.

Y esa fue mi forma de rebelarme: irme a la puñetera calle, y elegir limpiarle el culo a mi hija y hacerle la comida a mi marido, antes que tragar con cosas que se me atragantaban. Sigo absolutamente convencida de mi condición de feminista, y educo a mis hijos, a todos (no sólo a las niñas) en la igualdad y en la dignidad de las personas, y en que merece la pena, como decía el Che Guevara, morir de pie antes que vivir de rodillas.

Eso lo digo yo que, modestia aparte, tuve el valor de quedarme en mi casa. En aquel momento, para mí era muy valioso mi proyecto personal (el mismo por el que Irene Montero justifica la compra de su casa), no quería que nada se interpusiera en ello, y me parecía una ofensa que mi idea de tener un hijo, o una hija en mi caso, fuese considerada una ocurrencia a la altura de irme al Himalaya: algo estrafalario que, si quieres hacerlo, tiene que ser a tu riesgo y con tu dinero. Y ese fue exactamente el precio que pagué.

Pasado un tiempo, después de haber vuelto a mi profesión a pedaladas, habiendo criado a tres hijos, y sin ayuda de nadie salvo la de nuestras familias, cuando oigo esas chorradas de «ninguna mujer en casa», me parece una chatarra tan vacía y, por cierto, subvencionada, que me resulta infumable. Así de simple. Me pregunto si esas mismas consignas se atreverían a decirlas en Irán o en Arabia Saudí o en Marruecos. O aquí en España, pero gratis, como hice yo. A ver si hay agallas.

Mira, después de Simone de Beauvoir, Victoria Kent, Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor y toda aquella generación de mujeres, feministas y defensoras de la mujer donde las haya, desgraciadamente, al menos en España, no se ha vuelto a dar otra generación igual. Recuerdo lo que me impactó, durante la carrera, leer a Victoria Kent y su «hay que aborrecer el delito, pero compadecer al delincuente».

Pero, claro, aquellas mujeres eran abogados, pensadoras, escritoras o filósofas, no eran sólo feministas. Defendían a la mujer, no por su condición de mujer a secas, sino por su condición de persona en su conjunto. Ser mujer va mucho más allá de llevar falda, pero no es una obligación llevar pantalones. Eso es lo que las feministas de hoy no terminan de entender. Ahora, parece que el feminismo se reduce a mandar en tu coño y en tu moño (como decía muy elegantemente una diputada de Amaiur). Yo, desde mi Himalaya particular, seguiré defendiendo mi derecho a ser madre y feminista. Las feministas de etiqueta, que hagan lo que quieran.