A lo largo de nuestros 40 años de democracia pareció no existir la ultraderecha, que por supuesto existía. Pero al comienzo, Aznar hizo una adecuada labor de integración de la misma, en el PP, y Santiago Abascal, el líder de Vox, se ganaba, muy bien, el sustento en las filas populares desde que se afiliara a este partido con 18 años, fuese elegido concejal con 23, en el Ayuntamiento de Llodio, y continuara a lo largo del tiempo viviendo de los presupuestos del Estado: hasta ahora en que amenaza con «salvarnos». Felipe González, por su parte, había conseguido la fusión con el PSP, el partido socialista de Tierno Galván, y lograba que el PSOE fuese hegemónico en esta ideología. Por su parte el PCE, que marchaba a trancas y barrancas, terminó perdiéndose en IU (1986), para que Julio Anguita avergonzase a los antiguos comunistas con la «pinza» con Aznar, en su lucha contra el PSOE, consiguiendo que Aznar ganase, pero que el quedase tan tocado en su credibilidad que, más tarde, tuvo que dejar la jefatura de IU y marcharse a su casa. Mientras, este país caminaba en el bipartidismo, con los catalanes aparentemente tranquilos, hasta la aparición de Podemos y Ciudadanos.

Y así las cosas, Alberto Garzón terminaba de empujar por el precipicio a IU al permitir que Podemos fagocitara sus siglas, a la vez que el partido morado, con un discurso populista de izquierda radical, continúa perdiendo credibilidad social con el paso del tiempo, al mismo ritmo que han ido desapareciendo del primer plano algunos de sus fundadores. Ciudadanos, por su parte, ha eliminando su referencia al socialismo democrático para sustituirla por el liberalismo progresista porque, según sus dirigentes, el centro político es ser «un partido constitucionalista, liberal, demócrata y progresista». Definición que, en un principio, debería alejarle de Vox, pero lo cierto es que ese partido, que en sus inicios se presentaba con vocación de centro izquierda y más tarde liberal, ahora se nos ofrece como un partido dispuesto a gobernar junto a los ultraderechistas, ante el asombro y la preocupación de sus correligionarios europeos que no entienden nada. Porque si el PP (no nos extraña porque parte de los militantes de Vox, incluido su líder, proceden de sus filas) y Ciudadanos están negociando el Gobierno de Andalucía de la mano de la ultraderecha, aunque Ciudadanos ande haciendo el ridículo diciendo cosas como que ellos no se «sientan en la misma mesa de Vox» y no negociarán con esta formación, cuando saben que sin su apoyo sería imposible ese proyecto de gobierno tripartido de la derecha en Andalucía, lo que nos lleva a pensar que el bipartidismo no fue tan malo para este país.

Sube la ultraderecha, sí, pero posiblemente tenga mucho que ver con el índice de credibilidad que percibimos en los políticos, de uno y otro signo, como han puesto de manifiesto las encuestas realizadas en la calle por los distintos medios de comunicación. Así fue posible oír a un joven seguidor de Vox: «Los he votado porque los he creído». Y este es el gran problema en estos momentos en España, que sube Vox porque el electorado está dejando de creer en la sinceridad de las palabras de quienes fabrican mensajes que parecen dirigidos a ganar concursos de publicidad, pero olvidan dotarlos del tono de la credibilidad. Sube la ultraderecha, sí, y quizás tenga mucho que ver con la desaparición de auténticos líderes en nuestro país. Líderes creíbles a los que les oigamos el mismo mensaje, no importa el territorio en el que suelten sus soflamas. Líderes con valores que piensen más en el bienestar general que en sus intereses personales. Líderes para los que no exista el cortoplacismo, que crean más en ser útiles que en ser importantes. Tenemos la sensación de que los políticos se retroalimentan entre ellos y son incapaces de percibir el latido de la ciudadanía. Están sordos. Deberían leer a Churchill: «Valor es lo que se necesita para levantarse y hablar; valor también se necesita para sentarse y escuchar».