De pequeño, nunca comprendí las treguas fugaces de las guerras en Nochebuena. Después de tanta matraca emocional con la paz mundial, apenas concluida la cena se reinstauraba el balaceo. Supongo que se trataba de uno más de esos buenos propósitos que nacen muertos. Y es que no todo lo que uno se propone llega a suceder. Con el paso de los años, vamos asumiendo que hay cosas casi imposibles de cambiar. Ahora bien, no por ello hay motivo para renunciar a los buenos deseos que, por cierto, van más allá de salud, dinero y amor. Cierto es que un deseo ni es realidad ni compromete, pero menos da una piedra.

Los finales de año -o el inicio, según prefieran- siempre tienen su miga. Para algunos, el interés se limita a banalidades como conocer la vestimenta que lucirá Cristina Pedroche o las razones por las que Ramón García y su capa ya no acompañan a las uvas en TVE. También hay quien sigue convencido de que, con las doce campanadas, concluirá un episodio de su vida para iniciar otro bien distinto. Cuestión de darle importancia a unos breves segundos. Muchos hacen balance del pasado reciente; otros miran hacia delante y planifican el futuro inmediato. Los más avispados aprovechan para reflexionar y determinar cuándo y porqué se jodió el invento, para acabar pensando en cómo solucionar el desaguisado. Algunos solo desean. Ahí me quedo este año.

Decía el genial Groucho que los humanos habíamos alcanzado las más altas cotas de miseria. Como inicio de mi particular desiderata, ya me agradaría que las cosas dejaran de ser así. Ojalá fuéramos menos míseros aunque, para ello, tuviéramos que regresar a la simplicidad. Miedo da pensar el hecho de que lleguemos a producir androides a nuestra imagen y semejanza.

Deseo seguridad, igualdad y respeto hacia la mujer. Pero de verdad, que de folklore ya vamos bien servidos. Y, por supuesto, que no venga otro lerdo más a decirnos que las mozas son esto o aquello. De tipos como Schopenhauer podríamos habernos quedado con muchas y buenas enseñanzas, pero nunca con su misoginia. Quien afirmara que la mujer «tiene que obedecer al hombre» mantiene demasiados devotos aunque, a buen seguro, la mayoría confundirían al filósofo con un jugador de la Bundesliga. Claro está que, las rancias feministas de «los miembros y las miembras» o de las monsergas del castrante patriarcalismo, también disfrutan de amplia representación por estos lares. Ya están todas y todos, pero el asunto no parece tener enmienda.

Puestos a hablar de cenutrios, tampoco estaría de más que Carlo Cipolla no reflejara tan perfectamente a esta sociedad, más o menos civilizada. Como advertía el gran teórico de la estupidez humana, hay muchos más idiotas de los que podemos suponer. Y no olviden que, aunque la estupidez tenga buena carga genética, también es directamente proporcional a la posición de poder que ocupa en la sociedad. La cuestión estriba en preguntarse cómo diablos llegan tan lejos. Será por aquello del principio de Dilbert -cuanto más arriba, menos molestan- o por no soportar la soberbia innata del ignorante incompetente, de la que hablaban Dunning y Kruger. Sea como fuera, o nos quitamos de en medio a esta caterva de inútiles o, con tantos palos en las ruedas, mal lo veo para que tirar del carro.

Anhelo volver a confiar en una Justicia a la que percibo tan voluble como arrogante. Y es que, si el hábito no hace al monje, tampoco la toga convierte al hombre en justo. Me indigna la soberbia de quien, despreciando el criterio médico, pone en grave riesgo la vida de aquél a quien aún no han permitido defenderse. Tampoco merecen ni un ápice de respeto quienes enmiendan sus decisiones según la dirección del viento, favoreciendo al poderoso en perjuicio del común de los mortales. Menos aún aquellos que confunden el miedo de una mujer violentada con una inexistente permisividad, obligando a que sea la víctima quien acabe por demostrar su inocencia. No me pidan que conceda autoridad a quienes hace caso omiso del sufrimiento que generan.

Y aspiro, por supuesto, a vivir en un país en el que se diseñe el futuro sin mirar constantemente hacia un pasado que, por imperial que fuera en su día, no deja de generar confrontación. Una sociedad que abandone el rencor como motor de cambio, más equitativa y en la que se dibuje un horizonte viable, garantizando el empleo y un futuro estable, para jóvenes y no tan jóvenes. Me agradaría, por supuesto, que lleguemos a recuperar los valores de esta sociedad anómica. Y que aprendamos a compartir los problemas de cuantos nos rodean, que siempre vendrá bien confrontar esa soledad que empieza a abrumarnos. Solo son deseos, pero buenos deseos. Empieza el año.