El futuro se ha convertido en un territorio inhóspito. No nos atrevemos a representárnoslo, y a quien lo hace sin caer en la falsa esperanza del solucionismo tecnológico, le llamamos agorero o catastrofista. No queremos mirar a los ojos a la realidad. Vivimos aferrados al presente -tampoco nos interesa conocer el pasado- y nos dedicamos a entretenernos como nunca antes, a matar el tiempo, un tiempo que cada vez es más escaso pues, como avisan los climatólogos y otros científicos, nos estamos quedando sin tiempo.

Ahora sabemos que, tras los cambios tecnológicos en el ámbito de la cultura y la comunicación, la promesa de convertirnos en una sociedad del conocimiento se ha trastocado en sociedad del entretenimiento. Nos comportamos como homo ludens, y no como homo sapiens. Los mayores acontecimientos de la cultura de masas son los videojuegos, las series, los espectáculos deportivos, los juegos de azar y, por supuesto, las adictivas redes sociales. Un juego sin ninguna complejidad ni interés como Fortnite puede conseguir en un sólo año 125 millones de seguidores en todo el mundo.

Estamos ante el mayor negocio del hipercapitalismo contemporáneo que, en su proceso reproducción ampliada de beneficios, y a falta de nuevos territorios, ha colonizado plenamente nuestras vidas y nuestras mentes como nuevo mercado: ponemos a producir para gigantescas compañías norteamericanas incluso nuestras relaciones de amistad, nuestra intimidad. A cambio de una creciente psicopatologización masiva obtenemos ridículas satisfacciones narcisistas. La explotación de nuestros datos -que regalamos a cambio de servicios que nos hacen dependientes- nos ha convertido en seres transparentes fácilmente manipulables por las grandes corporaciones privadas. El negocio de los datos y su capacidad para manipularnos amenaza incluso las bases mismas de la democracia. Como dice Evgeny Morozov, sin entender esta dimensión tecnológica del proyecto neoliberal no entenderemos nada.

Aunque esté al alcance de cualquiera el acceso a la información que le permite conocer las características del mundo complejo en el que vivimos, el conocimiento requiere esfuerzo, es una ardua tarea en estos tiempos de saturación y banalización de la información, de hipercomunicación, de industralización de la distracción y el entretenimiento. Porque, como nos enseñó Bourdieu, hay que evitar caer en «la ilusión de transparencia», esa prenoción o falsa idea de que las cosas que vemos las comprendemos automáticamente («el hecho se conquista contra la ilusión del saber inmediato», proclamó). Por eso es fácil caer en lo que Marina Garcés llama «el chantaje de la facilidad», que rechaza la dificultad por excluyente o elitista, y que nos lleva a tratar al otro como idiota.

De ese rechazo al esfuerzo de comprender el mundo complejo en el que vivimos vienen ahora nuestros principales males. Preferimos no saber y deseamos una explicación -un relato- que nos confirme y complazca en nuestros prejuicios y creencias, a las que nos agarramos con tozudez. En una reciente entrevista dice Chomsky que «la gente ya no cree en los hechos», lo que atribuye a la desilusión con la estructuras institucionales: «Si no confías en nadie, por qué tienes que confiar en los hechos. Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie».

Pero si los hechos mismos están en cuestión, si se equiparan a las opiniones o las interpretaciones, la libertad de opinión es una farsa, dice Paolo Flores d'Arcais: «Para el totalitarismo no hay hechos, sólo interpretaciones». Verdades alternativas las llaman otros ahora. Y sin embargo hay verdades de hecho, existen las realidades incontrovertibles, y nos recuerda una idea de Hannah Arendt, «cuando todos mienten respecto a todo lo importante, el hombre que dice la verdad, lo sepa o no, ha empezado a actuar».

¿Por qué no dicen la verdad los gobiernos a la gente?, pregunta una entrevistadora al científico y experto en energías Antonio Turiel ante los datos incontestables que éste aduce sobre la emergencia energética en la que ya estamos como consecuencia del pico del petróleo y el declive de otras fuentes energéticas, y la ignorancia o inconsciencia con que la sociedad actúa ante estos hechos irreversibles que ponen en cuestión nuestra completa forma de vida, y Turiel responde que porque se desplomarían las bolsas al día siguiente.

Esta es la situación: la distancia que separa lo que los científicos nos advierten que es ya una grave amenaza para la biosfera como consecuencia de la acción reciente -menos de dos siglos, pero sobre todo los últimos cuarenta años- de los seres humanos sobre el planeta a cuenta de nuestro modelo de crecimiento económico y sus extralimitaciones ecológicas, y lo que los gobiernos y las sociedades están dispuestos a aceptar es hoy insalvable y nos conduce a un horizonte de colapso. La novedad ahora es que esas consecuencias no caerán sobre generaciones venideras, sino que nosotros mismos las estamos empezando a sufrir y en pocos años pueden acelerarse provocando graves problemas tanto en forma de catástrofes ambientales como de conflictos violentos entre grupos humanos.

La inquietud y el miedo se percibe por todas partes, y la primera reacción que produce es la tentación de un repliegue nacional y una segregación de los ricos respecto de los pobres (de clases sociales pero también de territorios): los «otros» -que siempre son demasiados, dice Bauman- son una amenaza y hay que cerrar las puertas. Y aunque es fácil entender que esta es una de esas «verdaderas mentiras» el caso es que prospera ese rechazo por todas partes. Bauman cita a un columnista -Roger Cohen, del New York Times: «Las grandes mentiras producen grandes miedos que producen a su vez grandes ansias de grandes hombres fuertes». Y ya los estamos viendo (Trump, Bolsonaro, Putín, Erdogan, Xi Jinping, Salvini...).

El futuro va a estar lleno de violencia y de dolor. Y nos estamos acostumbrando a la insensibilidad moral, a no reaccionar. Valga como ejemplo la última cifra de migrantes muertos en el Mediterráneo camino de España, esos que «nos corresponden» más directamente, que se ha incrementado en un 243% en 2018 respecto del años anterior, con 769 muertos, treinta veces superior a la cifra que se registró hace cuatro años, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones, sin que provoque siquiera un obligado, mínimo debate nacional.

Si, pinta mal el panorama, es más probable que el 'siglo de la Gran Prueba' se salde con el mayor fracaso de la especie humana. Pero mientras, en todas partes -volviendo a Hannah Arendt- hay hombres y mujeres dispuestos a decir la verdad que ya han empezado a actuar. Son miles las iniciativas concretas que están cambiando por todo el mundo las cosas que ya no pueden durar más. Aún hay tiempo -aunque cada vez menos- para reaccionar. Para pensar de otra manera hay que escapar a la fuerza compulsiva de los hechos, nos dice el sociólogo Harald Welser, y pensar más allá del día a día, pensar de manera política, presionando a los gobiernos. Y esa es ahora la tarea más urgente. Y, concluyo con Bauman, «no hay otra alternativa que intentarlo, e intentarlo y volverlo a intentar».