Decirle buenos días a un desconocido, en el paseo marítimo bien temprano algún final de agosto, en la cola del puesto de hueva de Saavedra Fajardo, al subir al autobús, paseando una mañana de Navidad por las cuestas de El Relojero o al entrar en un ascensor de alguna oficina del centro es una de las cosas más reconfortantes que pasan muchos días, y no es baladí, ojo. Ese buenos días puede ser de muchas formas.

Esto es, hay muchos buenos días que decir por muchas cosas, y todo influye. Lo que más, tu vida interior, tu noche, tu sueño, tu cabreo mañanero o tu sonrisa de esos días que salen de vez en cuando en los que todo se alinea, o al menos lo parece; pero lo que más influye es tu actitud ante la vida y ante todo eso que nos pasa, porque en esas dos palabras y el gesto que las acompaña hay muchísimo. Muchísimo.

Mis buenos días preferidos siguen siendo los del veinteañero que fui, cuando volvíamos a casa con las luces de otro día.

Al cruzarnos con señores de camisa, boina y bañador que iban con prensa y pescado fresco camino de su tercer mandado mañanero, decíamos un buenos días juvenil, vigoroso, fresco y con potencia, un buenos días que llevaba implícita una llamada de asesoramiento vital, una necesidad de decir que estábamos ahí, en el mundo del que va a comprar pescado al amanecer en agosto, también, y siempre, siempre... bueno, casi siempre, había un buenos días de vuelta repleto de comprensión, nostalgia y ánimo ante lo que viniera ése día. Ante lo que viniera en la vida, porque, era evidente, estábamos ahí.

Prometido por Figueroa que recuerdo sonrisas y gestos de buenos días de aquellos cuyo buen rollo y ánimo me duran aún hoy día. Aquellos buenos días son los de la caverna de Platón, los que sirvieron para modelar un saludo mañanero que englobe esa actitud, necesaria, tantas veces necesaria, del veinteañero que recuerda al anciano sus mejores momentos en la vida, con un simple buenos días antes de irse a dormir en un paseo marítimo.

El que no vale la pena es el buenos días de las cejas levantadas y la mirada al suelo, el buenos días entre dientes, forzado por una educación que no está basada en la verdadera experiencia del saludo matinal a los demás, a los que, por azar, esa mañana se cruzan contigo en ése ámbito en el que hay cabida para el saludo sin ningún otro interés que el generar un intercambio de actitud ante la vida.

Suele ser de respuesta, y bueno, hay veces que, podemos creer, no hay hueco para un buenos días. Por mil razones que todos podemos imaginar. Pero, amigos, es un error. Un buenos días siempre.

Qué menos... Y nadie mezcle a señores wonderful con un puto buenos días de actitud, porque el puto buenos días de quien sea es lo más respetable que existe.

Es un escape, una cuerda a la que agarrarse, un grito inaudible pero que representa que el mundo está ahí mismico, en los buenos días de miles de millones de personas, con sus problemas, sus miedos y sueños, sus anhelos y planes, sus todas las cosas que nos pasan, y que tienen un buenos días para quien sea en el que transmitir. No dejen de dar los ¡Buenos días! Vale.