Lo confieso: tengo una adicción. Comenzó, como toda patología dependiente, de forma sutil al revestirse de una necesidad puntual que podía abandonar sin problema: tenía que coger el autobús para ir al trabajo, y pronto podría sustituirlo por un vehículo propio. Pero mientras ese momento llegaba me atrapó su capacidad para no tener que preocuparme por cuestiones que me complicarían la vida, como mantener un coche y sufrir por su aparcamiento.

Pero en nada sucumbí a sus encantos ocultos: a poder adelantar tareas, descansar, aprender por boca de la experiencia, y estar al tanto de dimes y diretes vitales. Por ello que no me quejó del considerable precio del billete, me da mucho más que un mero trayecto. Además, los 25 minutos planificados del itinerario por una mente perspicaz, se han aliado con la realidad para aumentarlos. Así tengo más que garantiza mi dosis, algo que agradezco enormemente, aunque últimamente rozo la sobredosis.

Creo que no soy la única. He descubierto en otros mis síntomas, mi causa va ganando adeptos. Así lo demuestra el hecho de que cada vez sean más los que se impacientan por su llegada mirando su reloj, moviéndose sin moverse y clamando con resoplos. La apertura de sus puertas se nos asemeja a las del cielo, por eso todos codiciamos ser los primeros, sin parar en ceder el paso al anciano. Tras ello vendrá el ejercicio de competición: buscar un asiento. Primero en la sombra, luego ya en el sol. Si no hay más remedio se irá de pie, habiendo diversas secciones distinguidas por si te puedes agarrar a algo o renuncias a ello, decantándote por el amortiguamiento humano. Muchos lo prefieren antes que ir al final, parte conocida como perigallo o gallinero. Salir victorioso de este lance depende del dominio de una sencilla regla: vigilar los puestos que dejas atrás porque no puedes volver sobre tus pasos. Conseguido el sitio no cabe la cesión, ni siquiera al de las muletas.

Así comienza el viaje. En cada parada el proceso se repite y antes de darnos cuenta vamos hasta los topes. La cifra de la capacidad máxima es un adorno, especialmente en las horas punta, además, no debe ser real, porque siempre cogemos. Especialmente gracias a los solidarios: los que nos pegamos para dejar hueco a otros profesándonos un cariño casto. Así se contrarresta un poco la posición de los protestones, los que piden al conductor que no coja a nadie más. Han hecho suyo un eslogan: «No somos borregos, pero queremos viajar como ellos de anchos». Conforme aumenta el aforo se reduce la velocidad y aumenta el tiempo, una delicia. Los timbres de parada se pulsan sin querer por manos en alto. Nadie se baja, pero es un alivio recibir y respirar aire fresco con cada apertura de puerta. Alguien propone que las dejen abiertas. Brillante solución ante la falta de ventanas. Aunque rápidamente un coro de voces reclama que se ponga el aire, pero el frío, por si hay alguna duda. El conductor responde con una bocanada gélida. El pobre nos sufre con verdadera resignación, aguantando sermones y quejas, a la par que dispensa billetes y carga bonos con un ojo en la calzada. Quién dijo que el hombre solo puede hacer una cosa a la vez. Le mostramos nuestra admiración cada vez que un vehículo entorpece nuestro recorrido, es entonces cuando me sube la adrenalina. Aunque siempre hay una voz apocalíptica que se empeña en decir que en una de estas vamos a morir todos, pero siempre me ha gustado vivir al límite.

Ello es suficiente para que la asamblea de usuarios proponga soluciones enmarcadas en: no pagar si no tienes asiento, llamar a la Guardia Civil, parar el autobús, sugerir que se bajen aquellos cuya hora se ha solapado con la anterior por un retraso o subir un día al pleno del ayuntamiento en víspera de elecciones. Lo cierto es que hay debate diario, pero no se alcanza un acuerdo consensuado, y solo queda recoger con el teléfono la situación y volcarla en las redes sociales, que sirven para desahogarse, pero poco más. Ya lo dice una voz: «Esto solo se solucionará el día que pase algo».

Pese a todo sigo fiel a mi rutina. Y para compaginar mi placer diario con mis obligaciones, he adelantado en una hora la cogida del autobús. Desde su altura miro la cantidad de coches que se adentran en la ciudad ocupados por una sola persona. Qué extraños son esos seres que prefieren la soledad frente a lo impredecible. Por eso no quiero curarme, solo que me alivien los efectos secundarios. Es por ello que vengo a esta terapia contra las adicciones. Me podrán ayudar, ¿verdad?