En estos navideños días en que los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús, he vuelto a releer una entrevista que le hicieron a Jean Marie Lustiger, cardenal arzobispo de París, ya fallecido hace pocos años y converso al cristianismo desde el judaísmo durante la Segunda Guerra Mundial.

En esa entrevista Lustiger plantea que cuando la Iglesia dice que hay que ayudar a los demás recibe un aplauso generalizado; que cuando habla de los principios que deben regir la economía, hay diversidad de opiniones y que, finalmente, cuando habla de sexualidad la crítica es inmisericorde. Pues bien, lo que la Iglesia enseña desde hace veinte siglos es un todo, no se pueden ocultar unas partes y primar otras, porque el todo se resiente. Chesterton decía en su libro El espíritu de la Navidad que si el Evangelio no suena a detonación no se ha pronunciado nunca.

Durante estos últimos tiempos hemos asistido a una Conferencia sobre el Cambio Climático en el Vaticano en noviembre, en el que el economista Jeffrey Sachs tuvo el valor de equiparar sus medidas para combatirlo con los diez mandamientos. La Iglesia tiene suficientes argumentos teológicos para hablar de la protección del medio ambiente, como se puede ver en las encíclicas Caritas in Veritate de Benedicto XVI o Laudato Si del actual Papa Francisco; y también de la inmigración, sin necesidad de acudir a la retintín y a la descalificación. El caso es que, tal como anunciaba Lustiger, las opiniones escuchadas hasta ahora en estos temas generan el aplauso de los poderes de este mundo. Entendiendo aquí por poderes del mundo tanto en términos evangélicos cuanto el sentido en el que aparecen y actúan en la novela de ciencia-ficción distópica a que ha aludido el Papa Francisco en diversas ocasiones, El Señor del mundo, de Robert Hugh Benson. El caso es que tales ideas han tenido buena acogida en poderes como la ONU, grandes fortunas, políticos 'mainstream'€, los que desde hace un tiempo abogan por un gobierno mundial que dirija nuestras vidas al estilo de las sociedades descritas por George Orwell en 1984 y Aldous Huxley en Un mundo feliz.

Si hay acuerdo y consenso será que, siendo importante, ese no es el ámbito en el que se juegan hoy las batallas decisivas para el futuro de la humanidad. Pienso, por ejemplo, que la gran batalla de nuestro tiempo es, más bien, la defensa de la vida y de la familia. Ahí no hay acuerdo, sino conflicto. Es lo que se llama una de las grandes batallas culturales de nuestro tiempo, una 'cultural war': las ideas de la Iglesia en ese punto no reciben el mismo aplauso que cuando habla sobre ecología, por ejemplo; son recibidas con desagrado por los poderes de este mundo.

En esa línea, me parece importante señalar que el pasado 21 de diciembre se aprobó en el Parlamento una ley llamada 'de muerte digna', con el apoyo de todos los grandes paridos políticos españoles. La ley abre de par en par las puertas a la eutanasia. Parece que nuestros políticos están más interesados en cuadrar las cuentas de las pensiones que en proteger la vida de los más débiles de la sociedad. No es original esta ley: hace tiempo que está implantada en lugares como Bélgica y Holanda, lugares en los que, quizá por eso, los ancianos se resiste a visitar los hospitales, no vaya a ser que un caritativo médico los mande al otro barrio€ A otro frente de esta 'cultural war' es el escándalo que ya trató de manera extraordinaria mi amigo Marco A. Oma la semana pasada en este mismo espacio y que no es otro que los 94123 abortos que hubo en España en 2017.

El gravísimo problema de la ideología de género es, quizá, uno de los frentes más recientes en esta cultural war de la que hablamos. Al ser relativamente reciente, aún no ha mostrado totalmente su auténtico rostro. Aún pretende pasar como defensa de derechos de algunos (derechos perfectamente garantizados por las leyes actuales y respetados por la sensibilidad de todos) cuando en realidad estriba en imponer una determinada ideología pisoteando los derechos de las familias a educar a sus hijos. Es, como se va sabiendo cada vez con más claridad, un producto del marxismo cultural que, una vez ha fracasado en la economía y como la hidra de la mitología griega, se transforma en este engendro que pone en peligro a la sociedad entera, con su pretensión de enfrentar a la mujer con el hombre y a los niños con sus padres.

No faltan quienes piensan que estas guerras culturales son cuestiones que enfrentan a progresistas con reaccionarios, a laicistas contra cristianos. Pero, bien mirado, quizá se trate de dar estas batallas para seguir siendo humanos, agradecidos con la existencia. Cuidadosos con la vida cuando aún no tiene fuerzas para valerse por sí mismos; y con la de quienes consumieron sus fuerzas en una larga vida de esfuerzo. Cuidar lo humano, recibir agradecidamente el don de la vida, valorar lo que han hecho por nosotros nuestros padres, esforzarnos generosamente por sacar adelante a nuestros hijo ¿es eso rancio catolicismo? Más bien parece ser humanos, buenas personas, ¿es mucho pedir?