De pronto eran las doce y teníamos que abandonar la habitación del hotel. La rutina, el mundo, los problemas y todos los relojes del planeta se habían detenido cuando dos días antes cruzamos aquella puerta. Comíamos en la propia habitación, jugábamos, reíamos y nos amábamos.

Todo empezaba y acababa en nosotros, en nuestra burbuja, en nuestra cama caliente, mientras fuera el frío hacía salir vapor de las bocas de los extraños, mientras fuera el mundo seguía girando sin nosotros, a nuestro pesar.

Pero ahora eran las doce y debíamos abandonar la habitación aunque ni tú ni yo estábamos preparados para separarnos.

-Cierra los ojos y no los abras hasta que yo te diga.

Normalmente, a esta frase le sigue un beso tuyo o cualquier otra parte de tu cuerpo, pero tras un leve roce de labios, me guiaste hasta tu coche y me hiciste subir.

Sonaba nuestra canción y nuestras manos se encontraban felices en la palanca de cambios.

-Hemos llegado, puedes abrir los ojos.

Abro los ojos y solo te veo a ti, tan precioso, tan perfecto, tan amado.

-Está justo detrás de ti-me indicas con un gesto de tu cabeza.

A mi espalda, se alza una construcción extraña, orgullosa, humilde y magnífica. Me cuentas que un señor la ha ido construyendo y diseñando a lo largo de su vida. Me emociona la historia, me emociona estar allí contigo y me duele el corazón al escuchar acercarse una nueva despedida.

No te gusta que me ponga triste.

-Deberíamos casarnos tú y yo aquí, solos, la próxima vez que vengas.

-Solo lo dices porque estoy llorando-me quejo.

-Pero mira que eres payasa.

-Ya, pero una payasa con la que te casarías. Acepto con una condición: tenemos que escribir nuestros votos, como en las películas.

-Que sí, pesada.

Nos reímos, lloramos. Bueno, lloro yo y nos despedimos con la feliz promesa de vernos pronto y casarnos en secreto a los cuatro vientos de esta extraña catedral.

-No te rajes y escribe tus votos. ¡Hay que ver, no sabes qué hacer para ahorrarte el banquete y no tener que distribuir los invitados en las mesas!

-¡Pero si ha sido idea tuya! -protesto.

Transcurre un mes de llamadas, de te quieros en la distancia, de recuerdos, de echarnos de menos, de entretener la espera y por fin, nos encontramos de nuevo.

Estamos ante un altar a medio hacer y yo me dispongo a leer mis votos con un hilo de voz, emocionado y roto. Tenemos las manos cogidas, el corazón encogido y los ojos húmedos y enredados.

«Un día comencé a caminar a tu lado, casi sin darme cuenta y desde luego, sin esperarlo. Pasos nuevos, pasos amados, pasos que borran otros pasos.

Tú y yo, juntos al fin, en esta catedral construida a base de sueños, de ilusión y de tesón, igual que lo nuestro.

Sin más testigos que estas piedras rotas y desechadas, estos cristales hechos añicos, revividos en raras y hermosas vidrieras, estos hierros curvados en ruda belleza, entre estos ladrillos, anárquicamente colocados, fruto de una obsesión o de una locura quizá, hoy me entrego a ti.

Me entrego a ti sin dejar de ser mía.

Te entrego mi cuerpo, cansado y dolorido cuando no estás; vivo y lleno de energía cuando tú estás a mi lado.

Te entrego mi corazón malherido antes de ti y nuevo a estrenar contigo.

Te entrego mi alma aún inocente, intacta para ti.

Te entrego mi sexo, mi sexo sentido, descubierto contigo, donde todo encaja, insaciable, adictivo.

Te entrego todo lo que queda de mí.

Te entrego mi amor, como quien deja su bien más preciado en buenas manos, sabiendo que lo cuidarás mejor que yo, sabiendo que gano al compartirlo.

Aquí, solos tú y yo, te doy mi te quiero sincero e infinito, sabiendo que tras él nos marcharemos una vez más cada uno por su lado, sabiendo que volveremos a nuestras vidas separadas, paralelas, distantes y entrelazadas para siempre.

Sabiendo que quizá, nunca compartiremos ciudad ni llamemos a una casa nuestra ni lograremos despertar juntos más de dos mañanas seguidas. Con todo, sabiendo que es posible que esto nuestro nunca sea posible, te digo que te quiero, como lo siento, como nunca y como a nadie.

Sí, quiero».

Guardo silencio y espero tus votos como una gota única en el desierto.

«Amada mía, la idea de venir a la catedral de un chiflado o de un genio para darnos el 'sí, quiero' es lo más loco y genuino que me han ofrecido nunca y que seas tú quien lo hace es, sin duda, lo más maravilloso que me podrían ofrecer. Y no, no vendría una vez aquí contigo, vendría todos los días a decir ante este dios, ante ti o a decirme a mí mismo que sí, que quiero verte a diario, que quiero besarte cada segundo (aunque a veces creas lo contrario), que quiero verte sin maquillaje y poder reconocer a ciegas cada arruga que vaya apareciendo en tu cara, en esa preciosa cara, que me encanta ser la inspiración de tus letras, que ya me enamoraban incluso antes de ser para mí; que quiero enseñarte todo lo que sé, para que me digas en qué estoy equivocado; que quiero que tú me enseñes todo lo que sabes para aprender todo de ti; que ya no sé vivir sin pensar en ti, sin recordar tu olor, sin saborear ese calor que tanto me gusta sentir al tenerte entre mis brazos y que no quiero vivir sin tus besos y tus orgasmos.

Y sé que el camino no es fácil, pero lo quiero recorrer contigo, quiero peregrinar a tu lado y no me importa el destino.

Debes saber, amada mía, que creo tanto en lo nuestro como este hombre en su quijotada, porque quizá no estamos menos locos que él. Al menos yo lo estoy por ti.

Sí, quiero».

Intercambiamos nuestros anillos y nos besamos como nadie nunca se ha besado.