Seguramente, si dentro del mundo de la pintura escuchan el nombre de María Moreno, no atinarán a identificar a quién nos referimos. Si añadimos el dato de que es la esposa de Antonio López, automáticamente, nos vendrá a la mente el célebre creador hiperrealista que pintó, a la perfección, la Gran Vía madrileña. Les resultará chocante saber, además, que María es también pintora aunque su nombre, como el de otras muchas mujeres, no haya transcendido fuera de su estatuto de esposa de alguien más o menos famoso.

Hace pocas semanas, televisión española volvió a retransmitir La luz de Antonio, un documental que intenta resarcir el olvido al que ha estado sometida esta mujer que, a pesar de haber dedicado toda una vida a su propia creación, ha permanecido a la sombra del genio, empequeñecida por el éxito de su compañero, sin ánimo de ninguna proyección pública.

María y Antonio se conocieron en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, donde ambos estudiaron. Fue allí también donde conocieron a quienes serían sus amigos/as y compañeros/as para toda la vida y que formarían el grupo artístico llamado 'Los realistas de Madrid'. Antonio López, Amalia Avia, Lucio Muñoz, Julio López, Esperanza Parada, Francisco López Hernández e Isabel Quintanilla entre otros/as. Hubo varios matrimonios entre estos amigos y amigas, no solo el de María y Antonio.

María es ahora una mujer enferma, quizá aquejada de Alzheimer, aunque no se mencione en ningún momento del documental, por ese motivo, ella es la única que no habla de ella misma. Sí lo hace el propio Antonio López, y lo hace con amor, con ternura, con reconocimiento, pero sobre todo con admiración hacia su obra, «me enamoró cómo pintaba, me pareció que tenía una gracia maravillosa para pintar, un don extraordinario». «Mari ha influido mucho más en mí que yo en ella».

María se dedicó a la enseñanza gran parte de su vida, cuando Antonio y ella se casaron, animada por él, abandonó esa profesión para dedicarse exclusivamente a la pintura durante casi una década. Unos años después, retomó la actividad docente. «Mari no tenía ninguna pretensión, pintaba porque le gustaba, a diferencia de ellos que buscaban un reconocimiento público», según observación del mismo Antonio. Pero la falta de ambición no es un hecho aislado, la mayoría de las mujeres del grupo abandonaron la pintura cuando se casaron y las que no lo hicieron, como María, quedaron relegadas al ámbito privado.

A la misma conclusión llegan sus hijas al reconocer que el cuidado de la familia y su entrega a la carrera de Antonio la absorbían y la llevaban a relegar su propia vocación, que abandonaba y retomaba constantemente.

De ella habla también Víctor Erice, director de la película-documental El sol del membrillo (1992). Nos cuenta el director cómo María fue la verdadera artífice de la realización de la película, convirtiéndose en la productora principal que, para lograr que la filmación llegara a su fin, incluso llegó a hipotecar la casa familiar. En El sol del membrillo se muestra a María como colaboradora incansable en la tarea creativa de su esposo, como sostén de su carrera, con una generosidad entrañable, aunque también dedica unos milímetros de la cinta a resaltar su propia faceta artística, su talante reflexivo, sosegado, con la confianza en que, sin prisa, conseguirá dar sentido a la obra en la que trabaja: un retrato de Antonio López descansando sobre una cama.

María representaba en sus lienzos la vida que le rodeaba: el jardín de su casa, las flores de sus macetas, los edificios familiares, a sus hijas, la calles de su entorno, incluso, como Antonio y a su lado, la Gran Vía de Madrid. Sus paisajes aparecen envueltos en una atmósfera luminosa, cálida, brillante, y al mirarlos nos incita a adentrarnos en ellos y dejarnos llevar por la paz que trasmiten, tal como menciona uno de los participantes en el documental. En ellos se plasma su propia personalidad, su sensibilidad, que es diferente a la de su esposo. «A él pertenece la técnica a ella la emoción», se afirma en algún momento del reportaje, y es aquí donde entramos en disonancia con el enfoque del mismo, pues tal afirmación no está exenta de juicios que caen en los habituales estereotipos de género ¿Acaso ella no utiliza técnica alguna para plasmar sus representaciones, para conseguir el efecto deseado? o ¿es que el movimiento de su pincel y la combinación de los colores está estimulada por el mero arrebato creativo? Por el contrario, ¿la pintura de Antonio no trasmite emociones, sólo admiración por un trabajo perfecto técnicamente? No creo que sea así en ninguno de los dos casos. De nuevo lo emocional, la sensibilidad y la falta de rigor son asociados a lo femenino; la técnica, la seguridad, la fortaleza a lo masculino.

Una vez más, la artista María Moreno es una de las muchas mujeres que, a la sombra del varón artista, se convierten en pintoras, a la par que ellos en genios. María es un ejemplo más de invisibilidad de lo femenino ante lo masculino, de renuncia frente al triunfo, de opacidad bajo el éxito que las ensombrece, en cumplimiento de los estereotipos y roles de género.

En su favor diremos que María no es la luz de Antonio sino la suya propia, esa que plasma en sus lienzos con absoluta humildad, por amor a la pintura, sin pretensiones, más allá del mero disfrute de la creación.