De entre todas las hazañas de Ulises para volver a su casa, la menos heroica pero la más humana fue su partida de la isla de Ogigia, donde convivió con Calipso, ajeno al discurrir del tiempo y al regreso a Ítaca, cuya ruta había perdido.

Calipso era una ninfa, «divina entre las diosas», que lo retuvo con los lazos invisibles de los encantos a los que ningún hombre podía sobreponerse. A su indescriptible belleza le sumaba la gracia de una inteligencia sutil y el don de todas las artes: la música y el canto, la narración y la danza. Junto a ella, suspendido en esa perfección intemporal, no parece que el corazón de un hombre pudiera echar en falta algo.

Además, en aquella isla fuera del tiempo y de la imperfección, donde «hasta un dios que se hubiera acercado a ver aquel sitio quedaríase suspenso a su vista gozando en su pecho», la diosa enamorada, meditaba hacer a Ulises inmortal en una vida sin vejez junto a ella. Sin embargo, Ulises se consumía presa de una congoja sin objeto. Frente a aquella vida y aquel lugar sin defecto, añoraba su patria y su hogar. Ulises padecía nostalgia: el dolor del regreso.

La diosa, que adivinaba la pena de Ulises, le preguntó incrédula en qué podía comparársele Penélope, y Ulises le respondió que ni en belleza ni en ninguna otra cosa: «mi esposa es mujer y mortal, mientras tú ni envejeces ni mueres». Tal vez Calipso quedara complacida, pero aquella respuesta era como el caballo que Ulises había concebido para engañar a la invencible Troya, y guardaba en su interior el acertijo de su nostalgia. Penélope tenía el único don del que carecía la diosa: su vida pasaba y, por eso mismo, era posible pasar toda la vida con ella, y desearlo. Una vida compuesta de días contados y únicos, como única aunque imperfecta era la mujer con la que se podían compartir, y eso la hacía arrebatadoramente inolvidable frente a la perfección de una diosa permanentemente idéntica y cuya vida no pasaba.

No es que a Ulises la juventud perpetua le pareciera aburrida, ni que la vejez y sus penas se le ocultaran. Homero nos dice que estuvo siete años junto a la diosa€ Pero tras ese tiempo, empezó a echar en falta la diaria falta de colmo que hace discurrir los días uno tras otro acumulándose en el rostro, el cuerpo y la memoria. Penélope era mortal, el tiempo no la dejaba intacta y por eso, en cierta medida al menos, el tiempo se quedaba en ella y era posible reconocerse en esa vida. En cambio, Calipso, inalcanzable por el tiempo, no podía fundirse con nadie en una vida compartida.

Esa emoción, la de vivir juntos un momento único en el curso irreversible de una vida única, es la que experimentamos al pasar de un año a otro. Estar vivo es poder contarlo, y la forma más elemental de hacerlo es enumerar los años que se hacen inconfundibles y distintos. No importa que el principio del año se hubiera podido fijar cualquier otro día. Lo importante es que los contamos juntos así, porque el fondo de la cuestión es que nuestra vida tiene los días y los años contados, y que cada uno es irrepetible y no se pueden conservar, pero se pueden compartir.

Pasar la vida juntos y esperar los días por venir que tenga cada vida, deseando que sean muchos, pero sabiendo que son como son porque están contados. Esa es la condición humana, grandiosa pero terrible, y al mismo tiempo capaz mientras dura de la felicidad de poder contarlo, y de hacerlo del único modo auténtico, a saber, juntos. La vida de los que nos morimos tiene el incalculable don de convertir cada momento en irrepetible, y ese es el misterio desapercibido de lo diario que destilamos simbólicamente en esa cuenta atrás coreada antes de volver a contar los años con uno más.

Se trata de la celebración de unas vidas con el tiempo contado coreando la alegría de poder contarlos y estar juntos y vivos. No hay nada más vivo que la vida compartida y, por tanto, que compartir lo que no se puede conservar, como nuestras propias vidas, y festejarlo dando forma a instantes que señalamos simbólicamente para dejarnos notar que no volverán, como todos los demás. Porque, en efecto, «cómo se pasa la vida, como se viene la muerte, tan callando».

Por eso, para los hombres la alegría de estar vivos esta veteada, como el mármol, de la conciencia de que no es para siempre y de esos instantes inventados para notar que cada rostro presente se merece una mirada única, feliz pero advertida de una pesadumbre que todavía se puede espantar, aunque al final sea, sí, insoslayable. De ahí que George Steiner dijera que el sentimiento del tiempo era la piedad, que para los latinos era la veneración de lo que no podemos sostener por siempre en la vida, pero cuya vida nos mantiene a nosotros: nuestros padres e hijos, y aquellos con los que los compartimos, o con los que simple pero decisivamente compartimos la vida y el sentimiento del tiempo que pasa, la piedad.

Enumerar y contar los años juntos es la representación de que nuestras vidas discurren juntas, no importa si desde la vejez de unos o la infancia y la juventud de otros, porque se celebran y confirman unas para otras como la riqueza de la vida. Reunirse para hacerlo es celebrar que esta vida nuestra pasa y que, aunque no podremos hacerlo siempre y porque no podremos hacerlo siempre, el instante inventado en el que cambiamos el número con el que contamos los años tiene condensada la sustancia de una riqueza irrepetible, que permanece oculta el resto del año en cada instante: pasa la vida y no vuelve; pero se puede pasar juntos.