"Menores no acompañados" es una expresión que se repite frecuentemente en las constantes informaciones sobre llegadas de indocumentados a la costas europeas después de una arriesgada travesía marítima en embarcaciones precarias y tras haber sido rechazados en puertos de naciones cargadas de civilización y cultura que, sin embargo, parecen haber desandado el camino de la piedad o la misericordia, o simplemente de la solidaridad y del deber de socorro.

Estos niños que viajan solos han hecho un viaje tan duro como sus compañeros adultos para llegar a arriesgarse a una muerte en alta mar. Hablar de viaje es un eufemismo para referirse a lo que es sencillamente una fuga a la desesperada desde lugares sometidos a guerras, hambrunas y graves enfermedades endémicas. Que estos factores se alimentan entre sí no lo oculta ni la cuidadosa retórica mediática de quienes pretenden distinguir a los peticionarios de asilo de los 'migrantes económicos'.

Algún día se escribirán tesis doctorales sobre la corrupción del lenguaje a comienzos del siglo XXI y esos estudios, aún por hacer, se pondrán a la altura de obras como LTI. El idioma del Tercer Reich de Víctor Klemperer. La perversión del lenguaje para no admitir aquello que nuestros ojos ven y la malvada pretensión de no querer aceptar aquello que sucede ante nosotros, se muestra claramente en el éxito de la demagogia eufemística que nos invade. Mucho más noble es el avestruz que al menos puede pretextar su miedo insuperable frente a la humana, inteligente y artística reacción de querer no ver la realidad y además redibujarla, redefinir sus contornos para hacerla más amable, fabricarla con nuestros medios humanos y técnicos. Es la primera fase hacia una paranoia colectiva, que por desgracia no está precisamente en sus comienzos sino alcanzando su fase de madurez. La segunda fase nadie se atreve a imaginarla.

Estas huidas de países destruidos por el hambre y la guerra tienen paradas en estaciones ya olvidadas que a muchos durmientes parecen impropias de la época en que vivimos. Cegados por la idea de progreso no reparan en el hecho de que los mercados de esclavos, la trata de mujeres, la venta de niños con fines inconfesables son sin lugar a dudas la muestra más elocuente de nuestra época de ceguera. Las denuncias y testimonios que publican con valentía medios y organizaciones se diluyen muchas veces en la corriente general de informaciones unas veraces otras solo verosímiles que aparecen cada minuto, cada segundo.

Quizá sea bueno distanciarse un poco en medio de este ruido y escuchar a los poetas clamar como Pablo Neruda: «Venid a ver correr la sangre de los niños»; quizá no esté de más recordar que en tiempos de Pilatos, para un joven predicador judío cuyo nombre no se puede pronunciar en vano, no había castigo temporal lo bastante grande para quien se atreviera a dañar un ser tan inocente como es un niño. Será un ejercicio excelente recordar los retratos infantiles de Dickens, en sus pinturas históricas de la infancia maltratada, hambrienta, apaleada y golpeada hasta la muerte o empleada con fines delictivos. Así quizá comprendamos que los europeos de hoy descienden tanto de los innumerables y anónimos émulos de Oliver Twist como de los malvados imitadores de Fagin.

En el apogeo de la civilización europea también migraban menores no acompañados buscando por sus medios aquello que ahora afectadamente llamamos 'reagrupación familiar'. Así lo encontramos en una historia conocida aunque poco entendida como es el célebre relato escrito por E de Amicis De los Apeninos a los Andes, en que un niño llamado Marco viaja solo desde Italia hasta Argentina, en una aventura llena de dolor, explotación y miedo para encontrar a su madre. Recordemos esto y contemplemos los destinos de Kim, el niño aventurero de Ruyard Kipling, desarraigado, mestizo y huérfano, empleado en todo tipo de negocios incluida la guerra en la zona de fricción de grandes potencias militares. Pero sobre todo, empecemos a llamar las cosas por su nombre, a sentir escándalo ante el dolor, a pensar en los demás como en nosotros mismos. Por encima de todo comencemos a ver en todos los niños a nuestros hijos e hijas o no merecerá la pena habitar en el mundo.