El Gobierno español y la Generalitat catalana se tomaron muchísimo trabajo para celebrar una reunión vacía y envasada al vacío. El objetivo: nadear. La cuestión era, esencialmente, no molestar al otro. El comunicado supuestamente informativo sobre la reunión entre Sánchez y Torra exhibe (como diría Barthes) el grado cero de la escritura. Una fina artesanía de la insignificancia. Parece redactado por el Sombrerero Loco: estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo y seguiremos hablando en el esfuerzo de no quedarnos callados. Comenzamos por el principio y cuando terminamos de conversar, nos callamos.

En realidad es un fraude. Y un fraude (eso sí, civilizado y dialogante) que solo puede tener continuidad en otra reunión fraudulenta. Porque, por supuesto, ni siquiera se ha llegado a establecer ningún mecanismo de negociación formal entre ambas instituciones. Por una razón fundamental: no hay nada negociable. Pedro Sánchez no puede negociar la independencia de Cataluña. Es más: no puede negociar, desde su debilidad política y parlamentaria, la convocatoria de un referéndum, cuya constitucionalidad sería harto dudosa. Y el Gobierno catalán no quiere otra cosa. El Gobierno catalán vive instalado en una pulsión independentista básicamente retórica, que es lo que queda del procesismo. En realidad el procesismo (como han apuntado Guillem Martínez y otros) es en esencia una neolengua propagandística: una imaginativa maniobra de distracción para seguir controlando las instituciones catalanas, sus presupuestos y sus millares de cargos.

Ese magma independentista tiene toda su justificación en un conjunto de mentiras, falsedades y suposiciones tramposas empapadas en una sentimentalidad interminable, en un doliente narcisismo, en una épica portátil que te llevas como la fiambrera para pasar las tardes y los domingos. En esas circunstancias no puedes intentar nada, porque la realidad te desmentiría de inmediato.

Así que Torra y los suyos (si está más o menos claro quiénes son los de Torra) no se mueven, no proponen absolutamente nada, no ofrecen alguna contraoferta a los que llaman herederos del franquismo. En 72 horas el president volverá a soltar alguna enormidad, alguna idiotez grave, imprudente, quizás insultante. Y que lo registren: el no ha firmado ningún papel que le comprometa a no comportarte como un sonriente energúmeno.

El Gobierno socialista sí se empeñó en esbozar algunos gestos para demostrar su buen corazón catalanista. Ponerle el nombre de Josep Tarradellas al aeropuerto de Barcelona, porque ha quedado establecido que en ningún lugar se honra mejor a un estadista que en una terminal aeroportuaria: cada viajero que llegue podrá repetir Ja soc aquí. Anular el juicio a Lluís Companys, ya que es deber de un Gobierno democrático la anulación de la sentencia emitida por un tribunal militar sumarísimo amañado por una dictadura. Sin duda dialogar es preferible a la cínica histeria de la derecha una, grande y libre. Pero dialogar para patentizar que nadie se moverá de su sitio resulta, sin duda, más preocupante. Y asumir las responsabilidades políticas y las ilegalidades criminales de la dictadura franquista como algo que incumba al Estado democrático produce grima.