Cualquier 'ser' (ese boyante Macguffin que recorre, de cabo a rabo, la Historia del Pensamiento Occidental desde los griegos hasta nuestros días) que se quiera sintomática, verdadera o epocalmente humano, no deja nunca de comportarse (así o asá, en efecto? pero, siempre, necesariamente) como un filósofo inconsciente.

Excepto Hume, claro, quien más bien se inclinaba a considerarse filósofo únicamente a la hora en que le daba por sentarse a escribir. Cosa que a Nietzsche, por ejemplo, ya venía a parecerle el colmo del nihilismo: Flaubert, sin ir más lejos, le resultaba nihilistamente intragable por haber dejado escrito que los únicos pensamientos válidos eran los que se tenían sentado. Pero, en fin, dejémoslo ahí porque eso sí que sería otra historia? ¡la de la gramática generativa de las piernas!

El 'ser humano', el 'hombre', etc. (sin duda en jaez de lo mejor y peor de un 'yo soy' configurado históricamente) no trasluce más, digámoslo brutalmente, que un animal 'inconscientemente filosófico'. Esto es: un animal capaz de verdades, significantes, sentidos. Lo cual, ya suceda en lo sabido o en lo insabido, viene a hacer aquí todo el caso.

Sólo que, dado el inmundo o desmundado panorama que últimamente (pongamos, a lo poco: desde hace medio siglo) se cierne sobre las humanidades, donde se hallan muy incluidas, por supuesto, las así llamadas ciencias positivas, naturales o exactas, as you like it... ¿acaso los artificios y artefactos de la física cuántica, por ejemplo, no son productos humanos?; esquiciado tal panorama, digo, todo sucede como si, antes que humanista, uno tuviera (aún hoy) que declararse en primer lugar humano.

Tamaña resulta la miseria simbólica y la proletarización (en el sentido más fuerte y genuinamente marxiano, a saber: el de la desposesión del saber) de los tiempos que corren. Tiempos bien lúgubres, por cierto, los nuestros. Y, aquí, sigo utilizando las palabras en sus acepciones más plenas, más literalmente etimológicas: Dies lugubris. 'Lúgubre', para entendernos de un modo justo, es «aquello que aflige o produce dolor». Por eso, en el Corominas breve, su entrada remite directamente a 'luto': el vocablo, según aquel, puede documentarse por vez primera en 1607, y el propio Cervantes lo usaría un puñado de años después para describir el húmedo, estrecho y doloroso ambiente de su primer antro en la calle Huertas.

Ahora bien, nada ni mucho menos nadie, por muy grande que sea la perversión generalizada en la que nos veamos inmersos, puede hacernos dejar de pensar que existe una relación, por ficticia o nimia que sea, entre las palabras y las cosas. No puede y, por lo tanto, no debe. De hecho, esa 'nada', hoy, tiene visos de andar convirtiéndose ya en 'la cosa misma' (recordemos: die Sache selbst; pero también: das Ding a secas).

Me explico: la cosa es que no sólo hay lenguajes y cuerpos; sino que, también, hay verdades. Dichas verdades, indirimibles multiplicidades infinitas, se sostienen y orientan en distintos procedimientos genéricos, es decir, del pensamiento.

¿Qué es si no, por lo demás, la 'literatura' o, más en general, la 'obra de arte'? Una cosa, es decir una nonada, que procede con la verdad, que supone el acontecimiento, que, en fin, hace sentido (y escribo 'hace', porque el sentido no se tiene sino que se hace... de hecho: siempre está haciéndose).

De eso se trata, crucial y decisivamente: en nuestra lengua todo son vagidos, todos son otros y todos son primeros, porque nada de lo dicho o hecho (fuera de la tontería, la canallada y la plusvalía) tiene jamás consecuencias acontecimentales.

Y de eso, también, es de lo que aquí se quiere hablar: del desastre que le va a tocar recoger a la filosofía como no empiecen pronto a cuidarse sus condiciones primeras. Cuales son, de una tacada: política, arte, ciencia y amor.

Procedimientos todos (estas verdades) que condicionan a la filosofía y que abriolan eso que, bien traído, siempre habremos podido denominar 'Verdadera Vida', 'Emancipación' o, simple y llanamente, para devolverle un poco de dignidad a una hermosísima palabra desvirtuada hoy por sus usos más perversos: comunismo. No el fantasmático monstruo negrolegendario, estalinista, guerracivilista, bolivariano, etc. Etc. No. Nada de eso. Sino, muy en trueque, un comunismo de los inconscientes, un comunismo genérico, un comunismo en el pensamiento.

He ahí, en principio, la igualdad misma (pero nunca la identidad) de la diferencia. A saber, también: la filosofía. Sin la filosofía las verdades abandonan la virtualidad del mundo y, sin las verdades, la filosofía actualmente ni existiría... si es que existe. Pero, ¡vale ya, por lo menos a nivel mínimamente estético, de este (mal) infinito bucle adorno-baudrillardiano!

De modo que he ahí, todavía, una muy plausible y singular travesía para el pensamiento.