Me pregunto qué tipo de prensa lee el juez Miguel Florit, que hace unos días ordenó requisar los teléfonos móviles, ordenadores y documentación de dos periodistas, Kiko Mestre, de Diario de Mallorca, y Blanca Pou, de la agencia Europa Press. Ambos habían accedido al contenido de un informe económico elaborado en el marco de las pesquisas del caso Cursach, la gran causa por corrupción contra el empresario de la noche, donde la brigada de blanqueo de la policía concluía en un posible fraude de más de sesenta millones de euros.

La publicación fue denunciada por las defensas del magnate y otros imputados por revelación de secretos. Pese a que los reporteros no son objeto de la investigación, sino que se trata de averiguar quién filtró un parte de un sumario secreto, han sido precisamente ellos quienes han sufrido la mayor embestida de la maquinaria judicial en la forma de unas diligencias practicadas por la policía y avaladas por la fiscalía y el juez que suponen una auténtica agresión al trabajo informativo.

Esta actuación delirante tendente a arrancarles sus fuentes por la fuerza a los periodistas nos retrotrae a tiempos pretéritos que creímos felizmente superados. Tal vez para evitar tentaciones como ésta, pues siempre resulta más rápido y descansado apretarle las tuercas a un plumilla que tomarse la molestia de afrontar tediosas indagaciones, y para garantizar que los ciudadanos podrán acceder a noticias que los poderosos no quieren que tengan, el derecho a la información se blindó en la Constitución, con una mención expresa al secreto profesional.

Con los canapés sobrantes de los múltiples ágapes para celebrar los 40 años de la Carta Magna todavía calientes, el juez Florit la ha puesto en cuarentena tirando por la calle de en medio. Sencillo, pero no indoloro, porque el escándalo ha traspasado fronteras y nos ha dejado a la altura del barro en lo que hace al cuidado de nuestros derechos civiles.

Un juez que le exige a un periodista su teléfono móvil y sus contraseñas le está dejando en pelotas. Le quita una herramienta de trabajo imprescindible y manda un mensaje nefasto a sus fuentes. Si además el periodista no es sospechoso de nada, ni colaborador de ningún posible delito, ni existe pista alguna de que haya obtenido la información de un modo ilegal, la medida resulta sencillamente injustificable y desproporcionada.

Sin la asistencia de sus abogados fueron despojados los compañeros de sus agendas, calendarios, documentos y demás datos profesionales, y no menos importantes, personales. Los que nos damos atracones de novela negra estamos hartos de ver fiscales que rechazan pincharle el teléfono al malo por falta de indicios sólidos. Pero esto no es The Wire, sino una reposición de las primeras temporadas de Cuéntame. El mensaje para el resto de la profesión llega meridianamente claro desde la calle de en medio, que está muy mal iluminada. ¿Cómo desea el juez Florit que se informe del caso Cursach a partir de ahora? Los lectores tienen derecho a conocer qué tipo de interferencias atacan el trabajo de los periodistas, que no pueden proteger la confidencialidad de sus fuentes como deben. Básicamente, para saber si lo que están comprando es mercancía averiada.