El pasado día 13, jueves, hicieron treinta años del fallecimiento de María Teresa León, a la que había conocidoen 1971, cuando el ministerio de la Gobernación me devolvió el pasaporte, después de haber sido privado de libertad durante cinco años, para poder viajar al extranjero. Fui con mi mujer a Roma, recuerdo que pasamos primero por Vallauris, cerca de Cannes, al homenaje que se le tributaba a Picasso en su noventa cumpleaños. Después continuamos viaje a Italia. Llegamos a casa de Rafael Alberti y María Teresa León, en Vía Garibaldi, número 88, en el Trastévere romano. Rafael y María Teresa nos recibieron en la puerta. Les dije: «Hay quien viene a Roma en peregrinación para ver al Papa. Yo vengo también como un peregrino, para veros a vosotros, con recuerdos de mi tío Pedro Ruiz y de Paco Rabal, mi amigo».

Sonreían, estuvimos una semana en Roma, pero apenas si salíamos de su casa. Hablamos mucho. Rafael era muy divertido, siempre lo fue. Yo ya había hablado por teléfono con él y alguna vez nos escribimos; fueron unas jornadas esos días en Roma, muy felices. María Teresa nos dijo que cuando volviera a España entraría en un caballo blanco. No ocurrió así, sino que fue Gabriel Batán, que entonces vivía en Madrid quien la recogió en el aeropuerto para llevarla a su casa. María Teresa era bellísima todavía. Me impresionaron sus ojos, sus hermosos ojos. Entonces le escribí un poema, que aún conservo, como recuerdo de aquellos días inolvidables.

Ahora pienso de todo ello como una fiesta en aquel Garibaldi de la poesía y una Memoria de la melancolía, tal vez el libro de recuerdos más hermoso que exista. La puerta y sus brazos se me abrieron, y sus ojos, los de María Teresa (grandes y sentidos), llenaban la estancia sobre aquella colina. Melancolía peregrina y recuerdo perpetuo de una tibia sombra de nube plateada.

Yo no llevaba plaza, yo no llevaba fuente, ni siquiera un poco de agua, un poco de agua para la sed de una larga memoria. Solo llevaba viejos recuerdos, un pequeño almacén de paisajes en bruma y una foto (muy gastada) de color caramelo, de tierra velada, indefensa, por el tacto de un frío impertinente.

Pero todo, para nosotros, era fiesta. Entre burla inocente y una breve sonrisa de espuma ondulada, caballos andaluces, uno muy blanco, y una oreja labriega del destino clemente. Poesía en el mono azul de los obreros y en la memoria viajera de Velázquez que ellos salvaron de las bombas rebeldes.

Recuerdo aquellos ojos. Nostalgia y geometría pintada en difumino, cromática paleta del candor, estrella no apagada. Lo demás, lo que allí había, Tratévere de libros en el imperio de los gatos sobre el austero bermellón de las paredes.

Sus manos eran blancas, íntimas, habitadas de un aire singular. Apacible misterio, regocijo sereno y maravilla cumbre de ceniza. El patio, ya sin luz, gozaba en su penumbra. Y, súbitamente, Roma quedaba en un austero patio de concierto en silencio. Dulce presencia. Memoria de una extraña luz que, para siempre, dejaban aquellos ojos en los míos, en mi memoria.