En un momento de Pine Gap, serie muy recomendable estrenada recientemente en Netflix, un personaje de nacionalidad china le explica a su interlocutora occidental la diferencia entre la aproximación china y norteamericana hacia el dominio mundial: «Los americanos juegan al ajedrez, con un objetivo claro, matar al rey, y con la presión del tiempo; los chinos jugamos al Go, donde la dominación se consigue de forma lenta y progresiva». El resto de la serie la dejo para disfrute de aquellos aficionados a la geoestrategia mundial dispuestos a asombrarse del nivel tecnológico y de recursos al que las grandes potencias han llevado el espionaje global. La acción se sitúa precisamente en uno de estos grandes observatorios, en este caso ubicado en Australia.

¿Y por qué precisamente en Australia?. Porque, como la serie muestra moviéndose hábilmente entre la realidad y la ficción, el Pacífico es el ámbito geográfico donde este momento se juega la gran partida por la hegemonía mundial entre un poder que aún sería precipitado calificar de decadente (el norteamericano) y el que sin duda es el poder emergente, la China. El Siglo XX fue sin duda el siglo de Estados Unidos, que tuvo que acudir hasta cuatro veces (si contamos la Guerra Fría contra la dominación soviética y la intervención de la OTAN en Kosovo) al rescate de la vieja Europa, siempre en peligro de caer en las garras de algún tipo de populismo militarista y autoritario, de derechas o de izquierdas según el caso. Europa se salvó gracias a los norteamericanos y éstos establecieron las nuevas reglas de juego que han llevado al mundo a un período de paz y prosperidad sin precedentes. Hasta ahora.

Cualquiera con un mínimo de curiosidad intelectual se acabará preguntando cómo es posible que los grandes imperios de la Historia se hayan hundido uno tras otro como si de una maldición divina se tratara. ¿Cómo se pasa de la hegemonía a la nada o incluso al desastre total? ¿Cómo los griegos, por ejemplo, pasaron de dominar gran parte del mundo civilizado con Alejandro Magno a tener que ser rescatados de su propia autodestrucción por un simple Banco, por muy central y europeo que éste sea? Tengo la sensación de que estamos asistiendo ahora a uno de esos momentos clave de la Historia en el que un Imperio siembra la semilla de su propia decadencia, tal vez camino de la total irrelevancia dentro de algunas décadas o unos pocos siglos.

Desde que China empezó a resurgir con Deng Xiao Ping, librándose de las rigideces ideológicas del comunismo marxista, estaba claro que un país de más de mil millones de habitantes con una economía mínimamente normalizada (es decir, una economía de mercado abierta al mundo) acabaría ocupando un papel global de infinita mayor relevancia que hasta entonces. Los economistas explicaban lo que era por lo demás una predicción bastante obvia usando un gráfico donde se mostraba cómo el PIB de la China a finales del siglo XIX, a pesar de la hegemonía mundial que ejercían los europeos con su política de abrirse mercados de forma implacable a base de cañonazos, era bastante proporcionado a su población en relación con la del resto del mundo. Ese tamaño del PIB se redujo estrepitosamente durante los primeros tres cuartos iniciales del siglo XX en relación con el resto de economías, para recuperarse espectacularmente en las décadas finales del siglo pasado y en todo lo que llevamos de éste.

Una vez que China se ha convertido en la factoría del mundo (con la ayuda inestimable de sindicatos y políticos europeos que les regalan ventajas competitivas cada vez que suben el salario mínimo o restringen la libertad, y por tanto la eficiencia, del mercado laboral mediante nuevas concesiones), la única manera de pararle los pies de forma efectiva es tejer una red de complicidades entre Occidente y el resto de países del mundo, especialmente del Pacífico, que temen a los chinos por su falta de escrúpulos a la hora de confiscar los activos estratégicos que exigen como garantías de sus créditos. Eso es lo que habría entendido el presidente Obama, y por eso empeñó su autoridad y toda su influencia personal en diseñar y casi firmar el Acuerdo TransPacífico, que entrelazaba los intereses americanos con el del resto de países amigos de la Zona en un acuerdo de libre comercio sin precedentes por su profundidad y por su amplitud. Y todo ello para hacer frente al asertivismo chino, que, como les pasa a todos los autoritarismos, tienen su punto débil en la necesidad de exacerbar las pasiones nacionalistas de sus pueblos para ganar la legitimidad que no les dan las urnas. Y eso acaba provocando el temor de sus vecinos.

Afortunadamente para los chinos, llegó el histérico Donald Trump, que se cargó el acuerdo que su país había impulsado tan trabajosamente y cuyo único defecto era que habría sido un gran logro para el americano negro que el señor Trump más odia: su predecesor en la presidencia. Con el abandono unilateral, el imperio dominante puso una alfombra roja al imperio emergente, que ve como su principal oponente se dispara un tiro en su propio pie. Poco tiempo han necesitado los chinos para dar un gran impulso a su variada agenda de iniciativas dirigidas a generar lazos y dependencia en Asia, Europa y hasta América. Se llame «iniciativa del camino y el cinturón» (hay que ser chino para entender la metáfora, claro), que pretende revivir la Ruta de la Seda entre Oriente y Occidente por tierra y mar, o sea el 'Made in China 2025', con el que China se pone como objetivo el dominio absoluto de empresas y patentes relacionadas con las nuevas tecnologías, los gobernantes chinos demuestran querer convertir su renacida dimensión económica en un imperio global ilimitado y, desde luego, no sujeto al moralismo decadente impuesto por Occidente en el pasado.

Son excelentes noticias para los dictadores y gobernantes autoritarios de nuevo cuño, sean africanos, sudamericanos o europeos. Y son las peores noticias para quienes creemos en la democracia y en la inviolabilidad de los derechos del individuo.

Ha llegado el Gran Hermano de Orwell, y está aquí para dominarnos.