Soy un aprendiz de paseante. Nunca he encontrado el placer de andar y probablemente es porque no sé cómo hacerlo. Si camino es porque voy a algún sitio y entonces me persigue la ansiedad de la llegada. Por eso tampoco sé pasear, andar despacio. Y es raro porque siempre he visto a mi padre dar largas caminatas por la playa con el único propósito de llegar a la otra punta y volver por donde ha venido. Quizá ha llegado el momento de parecerme a él también en esto. Pues ahora, retirado del deporte y con una vida sedentaria, me estoy obligando a salir a la calle a dar un paso detrás de otro, sin rumbo fijo a ver qué pasa.

Y no pasa nada. Al menos, al principio, después sí. Al parecer pasear es un arte que exige dedicación, convencimiento y cierta predisposición espiritual. Una forma de estar en el mundo, dirán algunos. Y desde mi torpeza andariega, como un niño que da sus primeros pasos, eso me intriga. Voy descubriendo cosas. Como en la meditación, puede que ciertas limitaciones personales sean beneficiosas. Por ejemplo, soy incapaz de hacer cualquier otra cosa mientras camino: no puedo escuchar música ni la radio y caminar a la vez, me resulta difícil hablar, porque tengo asociada la conversación a una mesa de café, el pensamiento incluso se me hace difícil, como si, en vez de avanzar, cualquier idea que se me ocurre se pusiera en modo bucle, y no digamos ya teclear en el móvil o hacer una llamada con manos libres como veo que hacen otros con la mirada vuelta hacia dentro. Si supiera hacer cualquiera de estas cosas, adiós paseo, que quedaría reducido a mecánico desplazamiento. Porque he aprendido que se pasea con las piernas, pero sobre todo con la mirada.

Para aprender he estado leyendo La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick, que en esto de callejear es como nuestro Enrique Nieto pero en mujer y en neoyorquina, diferencias destacables, sobre todo la segunda, pero que no afectan a lo sustancial. Cuando salen pasan cosas. Lo intento y, claro, camino por el barrio de Vistalegre y me cuesta hacerme a la idea de que a la vuelta de la esquina daré con Washington Square.

Al principio no pasa nada, pero hay que seguir. Y entonces, con paciencia, sin querer, casi al final del paseo, cuando baja la luz, empiezan a pasar cosas. Un joven sentado en posición de loto en un banco de la acera, el patio desierto de un colegio y al fondo, en una ventana, envuelta en la oscuridad del aula, el cuerpo sin brazos, sin cabeza y muy blanco, de una mujer desnuda, y delante de mí una niña de la mano de su abuelo, un hombre todavía fuerte, cuyas grandes zancadas obligan a la pequeña a caminar a saltitos. Y si esperas lo suficiente y es tu ciudad siempre hay un encuentro inesperado.