El pasado jueves consulto los titulares de prensa en la táblet mientras desayuno, y leo que Torra, presidente de Cataluña, se propone eliminar en su circunscripción la fiesta del 6 de diciembre. El Día de la Constitución será en adelante jornada laboral en su predio. Me digo: ¡Este Torra...! Pero salgo a la calle y observo que los comercios de Murcia están abiertos de par en par, como cualquier otro jueves. Las grandes superficies, desde luego, y la mayoría de las tiendas de barrio. Día de la Constitución, marcada en rojo en los calendarios, pero día laboral en la práctica; en Murcia, como si aquí gobernara Torra.

Sin embargo, el sábado, día 8, todo permanece cerrado. A cal y canto, como se suele decir. Salvo las tiendas de chinos más bares y restaurantes; aparte de esto no hay donde comprar ni un libro. ¿Y qué día es para que así ocurra? El de la Inmaculada Concepción de María.

Tal vez esto lo explique todo. El Día de la Constitución es una fiesta cívica, ciudadana, que celebra la norma fundacional de la convivencia democrática; el de la Inmaculada conmemora un mito religioso, que teóricamente compete en exclusiva a los miembros de un club de creyentes en una fe religiosa de la que no puede ser partícipe la generalidad de los contribuyentes.

España es, pues, una gran parroquia de pedanías donde las celebraciones cívico-festivas todavía se convocan en torno a la patrona y se inician con la Santa Misa. No puede sorprendernos, por tanto, que en circunstancias de tensión social o política acabe primando la voz (o la vox) de los curas (investidos de laicos, por supuesto) antes que las de quienes no se remiten a mitos. Dicho de otra manera: aquí, lo sagrado no es la Constitución, sino la virginidad de la madre de Cristo, que es nuestro rabadán, que ha de ser celebrado con la solemnidad del silencio y la caída de brazos.

La Constitución puede ser manifiestamente revisable, no es la palabra de ningún dios, pero de momento es una norma de convivencia enormemente avanzada, en muchos capítulos inmejorable (otra cosa serán las leyes que la desarrollan y hasta la manera en que se aplica el desarrollo de éstas). Pero ha caído en el calendario junto a una fiesta realmente trascendente, en la que aceptamos que Jesuscristo no pudo nacer de un acto sucio como la cópula sexual entre sus padres, un ingenio de clerigallos que odian a la altura de este siglo la sexualidad de las mujeres y desprecian la maravilla de haber amanecido ellos mismos del coño de su madres, como la cosa más natural del mundo.

Somos lo que celebramos y lo que no celebramos.