No sé ni cuándo ni por qué comenzó mi afición a las cuevas; pero recuerdo que desde muy niñoandaba ya jugando en todos los covachos que había en las proximidades de mi casa. Y digo así, porque las dos o tres oquedades rocosas que se encontraban dentro de mi corto radio de acción eran tan poco profundas que la oscuridad era incapaz de aposentarse en sus recovecos más apartados. Más tarde, ya de estudiante y fiel a mi afición por las grutas, solo o acompañado de otros, recorrí verdaderas cavernas que terminaron por hacerme entusiasta de la espeleología.

Ahora tengo la suerte de haber convertido esa afición infantil en mi auténtica profesión: la arqueología prehistórica. No hay semana en la que no entre en alguna cavidad para investigar si en su interior aguardan vestigios de nuestros orígenes más remotos. Y si éstos se conservan los excavamos y los analizamos en un laboratorio. Así conseguimos saber cómo fuimos durante el Paleolítico, periodo tan repleto aún de incógnitas.

De hecho, siempre que entro en una estrecha abertura me transporto a ese lejano mundo donde parpadeantes lámparas de sebo iluminaban las oscuras profundidades. Un intenso humo, junto a un fuerte olor a hueso de animal, lo inundaba todo. Y en medio de esa maraña de penumbras, hubo personas que pintaron imágenes de animales sobre las paredes rocosas.

Los arqueólogos tratamos de reconstruir esas escenas de la manera más científica, aunque muchas veces la imaginación vuela y observamos como si el tiempo se hubiese quedado abolido y no nos separaran decenas de miles de años de los artífices de esas pinturas. Parece como si hubiesen terminado de crear esas obras maestras hace pocos instantes. Y por ello, nos sentimos algo intrusos. El hecho de que no estemos solos cuando una gruta alberga arte prehistórico abruma, y mucho, ya que da la sensación de que nos rodean las almas de estos artistas. Nos parece poder sentir su presencia, como si les estuviésemos importunando.

Quizá por sensaciones así, en la actualidad, mucha gente mira las cuevas con supersticioso terror. La falta de luz, la peligrosidad, la claustrofobia o el miedo a lo inexplorado suelen ser otros de los principales motivos por los que el mundo del subsuelo produce cierto rechazo. Aunque luego a todo el mundo le atraiga saber qué había exactamente en el interior€ Ya lo decía Edgar Allan Poe: «Lo desconocido asusta pero a la vez atrae».

Para mí, significa justo lo contrario. 'Ir de cuevas' es transportarme a ese pasado más remoto y poder así despejar parte de las incógnitas que aún encierra. Pero también es una vivencia personal indiscutible y a mí es lo que realmente me seduce. Es convivir un buen rato (días, a veces) con tu soledad, encontrarse con uno mismo en un espacio mínimo y saborear, sala a sala, el más oscuro de los silencios. En definitiva, es abandonar el sol para adentrarse en la noche y encontrarse, cara a cara, con la antigüedad prodigiosa de la tierra.

Sumergirse en las profundidades supone una búsqueda constante donde se mezclan fracasos y sucesos, retrocesos, luchas y peligros, emociones intensas, metas y satisfacciones compartidas cuando se vive la hazaña con compañeros. En definitiva, las dificultades, angustias y alegrías propias de una expedición a un lugar totalmente virgen.

Repito. No conozco emoción más palpitante que la que se experimenta en el momento de sumergirse en una cueva desconocida, mientras las gotas que caen de la bóveda rompen el silencio eterno del mundo subterráneo.