Para mi compañero, el abatePedro Soler, en la soledaddel Archivo Municipal de Murcia

En las salas de consulta de los archivos donde se trabaja con viejos papeles, el ambiente es recogido y casi misterioso. Allí suelen estar varias personas rebuscando entre legajos, documentos muy antiguos y deteriorados, ejemplares de diarios y otras cosas, cada una muy centrada en lo suyo.

Esa sala ayuda a la concentración, ya que casi todas las paredes están ocupadas por estanterías con libros y carpetas con más papeles. Una luz tenue, y las vidrieras que matizan el mediodía, colaboran a esa introspección en la investigación. Puede parecer que cada una de esas personas está tratando de encontrar la piedra filosofal, la clave de un enigma o la solución a un tremendo problema histórico. En algunos casos puede ser así, pero la mayoría de las veces, los 'rebuscadores' estamos ahí por algo más cercano y más prosaico: el precio de las entradas de un teatro en el siglo XVIII, los partidores de una acequia, o cosas más sencillas: los rastros de los antepasados.

Insisto, no hay más de cinco o seis personas en la sala, incluyendo el personal del archivo.

Me gusta pasar las mañanas allí buscando cosas o sencillamente, mirando legajos, sin más interés.

No pasaban las doce de la mañana, cuando, desde la puerta, se oía su voz. «Ya está. Ahora que estoy a punto de conseguir algún dato, llega Perico», se me escapaba maliciosamente. En cuanto pasaba el umbral de la puerta nos mirábamos. Ni él ni yo nos sorprendíamos del encuentro. Nos mirábamos a los ojos, y, como en una película del Oeste, calculábamos quien iba a disparar primero. Siempre con su bolsa, saco o lo que fuera, ahí estaba él, Perico Soler.

Yo sabía que antes de subir al Archivo tenía que pasar por el mercado de Verónicas para cumplir ciertos encargos imperativos. Incluso alguna vez me atreví a acompañarle.

-Lo más importante -me decía -es saber a cómo están los tomates.

Una vez cumplido el protocolo, cada uno se iba a sus legajos o a sus papeles en la sala.

Desde aquella primera vez, y hasta la última que le saludé yo tenía por norma por preguntarle:

-¿A cómo están los tomates?

Los rebuscos y las investigaciones no importaban. Él me miraba, no sabiendo si considerarme como un colega de legajos o como un perfecto gilipollas, y me respondía:

-Los de la semana pasada me gustaron más.