¿Qué les pasa a los traductores de títulos de películas? ¿Beben? ¿Quiénes son? ¿No deberían saber algo de cine? ¿No deberían ver la película antes de cambiarle el título? Con algunas excepciones, se equivocan hasta cuando deciden no traducir y dejar el título tal cual está en su idioma original. Lo digo a propósito de la mejor película que he visto este año, La ley del menor, un título sobrio y a la vez sugerente, cuya doble lectura capta perfectamente la complejidad de la historia. Pues bien, alguien ha decidido que ese título no vale. Debe pensar que no tiene fuerza, que no es comercial o que no hace justicia al relato, lo que solo puede significar que se cree más listo que nadie, que no ha visto la película o que si la ha visto no ha entendido nada. Al parecer, ha pensado que sabe más que el autor de la novela en la que se basa la película, que además es el guionista, es decir, alguien que no solo ha imaginado la historia sino que la ha repensado y vuelto a contar, y también más que el director y que los productores. Mejor titularla El veredicto, justo lo que no hay en la película.

La protagonista es Fiona Maye, una jueza que, a punto de cumplir los 60, ha ajustado su vida al traje gris de los códigos legales. No ha tenido hijos. Todo en ella es contenido, distante, racional. Su matrimonio naufraga. Cree que tiene la vida bajo control hasta que de repente lo que la mantenía a flote desaparece, como cuando caminamos en el agua y al llegar a un escalón invisible sentimos con un sobresalto que no hacemos pie. La jueza recibe el caso de un adolescente enfermo de leucemia que se niega a recibir una transfusión de sangre que le salvaría la vida debido a sus creencias religiosas ya que es testigo de Jehová. ¿Tiene un menor de edad derecho a morir por sus convicciones o puede el Estado obligarlo a vivir? El veredicto se dicta según la Ley del Menor y es claro, rotundo, impasible. Y es el único veredicto que hay en la película. Pero, obviamente, la película no va de eso, sino del vacío que se abre a los pies de la jueza cuando, más allá de los códigos, las normas, fuera de los pasillos del laberinto judicial, se enfrenta a lo que no entiende, a lo que ha olvidado, a aquello que se escapa a lo racional: las emociones, la vida más pura, la pasión, el entusiasmo, la inocencia, la verdadera ley del menor. Donde no hay posible veredicto, pues nunca hay veredicto para una vida. El traductor no llegó a esa parte.