Yo también soy argentino. Bastaría con saber que Borges y Cortázar fueron argentinos. O que lo fue don Alfredo Di Stéfano, el más grande jugador de la historia, el que inventó el fútbol moderno, el que jugaba de todo, aquel al que además Bernabéu rodeó de genios para construir el mejor equipo que se haya visto. Hoy, en esta era de la posverdad, es decir, de la propaganda convertida en verdad, se empeñan en compararlo con jugadores muy por debajo de él, en otra versión más de la reinvención de la Historia que aplican los soñadores de naciones que nunca existieron. Y Alfonsina Storni o Ernesto Sábato y su Informe sobre ciegos, uno de los textos mayores de la literatura en español, incluido en esa obra fundamental que es Sobre héroes y tumbas. En fin, tantos y tantos que ennoblecieron y honraron nuestra lengua común, la que nació en Castilla pero hoy pertenece a los más de quinientos millones que la compartimos en pie de igualdad. Ellos, los argentinos, que la hablan 'alunfardada' o porteña en la maravillosa Buenos Aires (¿habrá nombre más hermoso para una ciudad?), pero dulcísima y contenida en esa inmensidad que no es la capital.

Y si fuera poco, en mi caso, la escritura y la vida, que son lo mismo, me regalaron la amistad de dos grandes argentinos: Edmundo Chacour y Horacio Vázquez-Rial. Y los argentinos son cualquier cosa menos tibios. Están esos coñazos freudiano-marxistas, tipo Echenique, Pisarello o la 'intontable' monja Caram, que se han hecho hasta separatistas catalanes. Y el resto, la mayoría, conversadores incansables y brillantes, siempre dispuestos a la amistad, cordiales como ninguno. Así fueron Edmundo y Horacio para mí, amigos leales y extraordinarios, dotados además de una conjunción extraña: una gran talla intelectual, una experiencia riquísima y dolorosa de la vida, y a la vez una sencillez que los hacía aún más dignos de ser queridos. Y esa extraña alegría de quienes habiendo sido hasta torturados, expulsados y obligados a una vida peregrina, conservaban siempre un amor indoblegable hacia la vida.

Ambos tuvieron que salir de la Argentina perseguidos por la dictadura criminal de los milicos en los años setenta. Y ambos se vinieron a España (adónde, si no), a su lengua. Edmundo fue un gran hombre de teatro, convencido de que el teatro era una de las artes más beneficiosas para la formación de un joven, actividad que ha continuado ejemplarmente su viuda, Manuela Sevilla, con el Teatro de la Juventud. Y Horacio, escritor excepcional, autor entre otras muchas de El soldado de porcelana, una de las mejores novelas sobre el siglo XX español, se vio al final castigado por un cierto boicot de la clerecía 'progre' porque ¡ay! pasó de comunista a liberal convencido y eso no se perdona aquí. Un hombre libre al que persiguieron los unos y los otros. Los dos se nos murieron demasiado pronto.

Entenderán ahora por qué me parece inaceptable que a ningún español pueda resultarle molesto que los dos más grandes equipos de la Argentina (que es como se la llamó siempre, con el artículo), Boca Juniors y River Plate, vengan a Madrid a jugar el partido que las 'barras' fanáticas, poderosas excrecencias de las cloacas de un Estado semifallido, impidieron que se jugara allí. Por supuesto, a los jefecillos, delincuentes consentidos, de estas agrupaciones de falsos aficionados, hay que ponerles un policía de dos metros a cada lado, para que sepan que España no es (aún) un Estado fallido. Y por lo demás, alegrarse de que vengan tantos hermanos a conocer Madrid, nuestra fascinante capital. Y acogerlos y sumarnos a su fiesta, y alegrarnos de que el más grande equipo del mundo, el Real Madrid, emblema de la universalidad hispana, haya hecho gala de hospitalidad y solidaridad hacia quienes tantas cosas comparten con nosotros. Sean bienvenidos a la que de algún modo es también su patria, algo que los españoles de aquí no deberíamos olvidar nunca.