Los comienzos de los grandes cambios son pequeños, pasan inadvertidos al principio, pero un buen día, se muestran no ya en plena virulencia, sino con total naturalidad. Los modestos emisarios de una plaga se presentan sin ruido, insectos fugitivos perdidos entre un cargamento de fruta tropical o en los fondos de un vagón de carga consiguen sobrevivir como por arte de magia. Sufrirán los primeros desafíos en un ambiente nuevo y las generaciones se sucederán logrando afirmarse en un terreno antes extraño y desconocido. Y de repente, como si siempre hubieran estado ahí, enjambres naturalizados de avispas asiáticas o mosquitos tigre revolotean en nuestros cielos.

Nuestra era, tan rica en perplejidad y crisis globales, en la que hemos descubierto que podemos proyectar globalmente nuestra imagen, cambiar nuestra apariencia (sufrir si no lo hacemos una dolorosa distorsión del yo), y en la que hemos sido informados de nuestro innegable parentesco genético con ratas y moscas, tuvo también un comienzo modesto. El primer cambio, pequeño pero irreversible, afectó a la dimensión corporal, la más inmediata, la más cercana, y por ello la más vulnerable. El primer emisario de la plaga llegó con la progresiva imposición de principios estrictamente pragmáticos e industriales en todas las esferas de la vida que acabaron disolviendo la concepción medieval imperante, heredera de la Antigüedad, que entendía al ser humano como una unión armoniosa entre sus esferas corporal y espiritual.

El cuerpo comenzaba a ser manejable, reproducible, susceptible de ser modificado, incluso fabricado. Frankenstein o el Moderno Prometeo de Mary Shelley fue una primera llamada de atención de esta nueva industrialización antropológica, esta sorprendente artificialización de la humanidad. La posibilidad de la construcción del ser humano abría las puertas al dominio de la naturaleza y, paradójicamente, a la mezcla e indiferenciación con ella. Así H.G. Wells anticipó la profanación del mundo animal con La isla del doctor Moreau, anunciando además otra ruptura, la de los límites éticos de la investigación científica y la modificación genética. Con ello se abría una inesperada puerta al ejercicio del poder y la dominación. El propio Wells dio la clave con El hombre invisible mostrando el deseo de establecer por parte del protagonista un reinado de terror amparándose en sus condiciones físicas modificadas. Del individuo al colectivo. La modificación a escala industrial de grupos íntegros de población incluso desde antes de su nacimiento en modernas cadenas de montaje fue la premisa que Aldous Huxley planteó en su Mundo feliz para lograr el orden social y la estabilidad, aunque la consecuencia fuera la implantación de una férrea sociedad de castas.

Antes que experimentar los grandes cambios colectivos del siglo XXI, nuestra autopercepción más elemental y corporal nos advirtió con doscientos años de antelación que un gran cambio se avecinaba. Fueron los dolores del parto que antecedieron al nacimiento de una nueva época. Y así llegamos a un mundo de luces veloces y conexiones globales a las que nos ha arrastrado el triunfo del saber técnico. El cuerpo es concebido como materia moldeable y en la cultura de masas se convierte en el protagonista de programas de telerrealidad que muestran 'mil y una formas de morir' para deleite del espectador o que anuncian 'cuerpos embarazosos' y vergonzosos con deformidades, adicciones o enfermedades sin ocultar nada en ausencia total del pudor, porque no puede haber pudor frente a lo que no se venera, frente a lo que se contempla solo como materia. No supimos interpretar las señales y ahora nos movemos en medio de una dimensión nueva de lo humano como en un terreno al que hubiéramos descendido tras un salto evolutivo sin apenas haber reparado en ello.

Suele pasar con los grandes cambios, el crujido final que precede al colapso de un edificio es solo la consecuencia última de una larga preparación. No hay dique que retenga indefinidamente la corriente primordial del tiempo. Y si lo hubo, ya no es momento de levantarlo.