Si quieren la prueba palmaria del fracaso de de una sociedad ahí tienen a Argentina, convertida en la vergüenza del mundo por culpa de una pasión desbordada. El país que no pudo garantizar la seguridad de uno de sus más populares equipos de fútbol en la final de la Copa Libertadores, se enfrenta ahora con impotencia a la visita del G20, la cumbre de los presidentes más custodiados, en un clima de preguerra, alertando a los hospitales sobre la posibilidad de un conflicto. Un meme que circula estos días resume la situación: «Dice Merkel que el G20 lo hagamos por Skype».

Quién sabe qué pasará. Jamás han existido certezas, la incertidumbre es consustancial con Argentina. La única certeza es la de un Estado fallido; el sábado dos ministerios de Seguridad, el nacional y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, fueron incapaces de proteger el microbús de Boca Juniors apedreado por las barras bravas de River Plate, su adversario, mientras se dirigía al estadio Monumental para disputar la final de fútbol iberoamericana. En medio de todo ello, crecen las sospechas de que, en complicidad con la chusma, los propios policías motorizados que escoltaban a los futbolistas los guiasen hacia una emboscada.

Una de estas barras bravas pretendía, al parecer, la suspensión del partido después de que a uno de sus cabecillas se le incautasen siete millones de pesos del negocio de la reventa y trescientas entradas que pretendía repartir entre los suyos. La explicación puede ser esta o cualquier otra. El caso es que la batalla la volvieron a ganar los violentos cuando todo estaba preparado para una fiesta futbolística o, si lo prefieren, la celebración de un partido, que tampoco podrá disputarse esta semana debido a la inquietante presencia del G20. Todo el mundo se avergüenza pero nadie es capaz de poner fin a este tipo de episodios, como ha dicho Eduardo Berizzo, entrenador del Athletic Club de Bilbao.

Una tragedia nacional más.