Pues nada, que el otro día me quedé sin cambio en la tienda, me armé de valor y me metí en el Bankia (antes CajaMurcia) de al lado con dos tristes billetes de veinte en el bolsillo. Primero asomé la cabeza y conté al personal: 16 en la cola. Guau. Esta es mi oportunidad, me dije, y allí me planté en-tu-fiesta-me-colé etcétera. Lo pasáre bien.

La cola, claro, es monocola. Desde la orgía de fusiones y prejubilaciones que no iban a afectar para nada a la calidad del servicio, lo de desear que te atiendan antes de tres cuartos de hora es de populistas. Pido la vez. Digo algo del tiempo. Intento un chiste: «Bueno, pero aquí dentro se está bien, ¿eh?». Recibo varias miradas asesinas. Nota mental: Joseda cállate.

Para matar el tiempo, un recurso de literato: adivinar la motivación de los presentes por su aspecto, tratar de completar el puzzle de cada cual usando solo las pocas piezas que desvela nuestra imagen, nuestra actitud, nuestro lenguaje corporal. Primera conclusión, de fino estilista: todo el mundo está hasta el coño. Eso a bulto. Uno a uno: el señoruco que no se aclara con el cajero automático para actualizar la libreta, el autónomo que no entiende la comisión de 24 euros que se acaba de encontrar, la madre que viene a hacer el ingreso del comedor de su nena, una chica con un recibo de Iberdrola en la mano y un tipo con una carpeta. Nota mental: de aquí no salgo ni a las cuatro de la tarde.

Mientras se suceden las movidas ante la ventanilla (el señoruco tendrá que intentarlo otra vez, no ve usté qué cola tengo, la madre tendrá que pagar una comisión ¡por ingresar dinero! por no tener cuenta en la entidad, los recibos solo se pueden pagar en metálico el primer jueves de mes sin erre en que Venus se alinee con Orión, etc.), me saco el móvil. A ver si leyendo el periódico por internet se me hace más corta la espera. Y leo cosas.

Aún colea la historia de la fractura del Tribunal Supremo a cuenta de la tasa de las hipotecas, una rocambolesca victoria de la banca que pagan, por una parte, las instituciones del país (en credibilidad), y los españolitos (en cash). Paso página y leo que los seis mayores bancos españoles (Santander, BBVA, CaixaBank, Bankia, Sabadell y Bankinter) no han pagado, en conjunto, ni un solo euro por el Impuesto de Sociedades desde el inicio de la crisis económica, pese a haber ganado 84.000 millones mientras tanto. Venga, va, una noticia más: el Banco de España da por perdidos 42.017 millones de euros de los 54.353 que gastó en el rescate bancario, y no es seguro que pueda recuperar los 9.857 pendientes de colocar por Bankia, cuya flamante moqueta estoy pisando ahora mismo. Para salvar, por cierto, esta moqueta (con CajaMurcia incluida; otra nota mental), hubo que inyectar, en 2012, 24.069 millones de euros, y pedir a Bruselas el tan temido rescate.

Entre noticias malrolleras y notas mentales, me llega por fin, coincidiendo con la puesta de sol, el turno en ventanilla. Miro al cajero, el cajero me mira a mí. Saco mis dos billeticos de veinte del bolsillo y, antes de que le diga nada, el empleado me espeta, con un hilo de voz: si no es usted cliente no estamos autorizados a cambiarle efectivo en horario de blablablabla. Miro tras él, al mueblecito donde ordenan las monedas, rebosante de monedas de euro. Compruebo el reloj: sí, cincuenta minutos de cola. Hago una pequeña pausa dramática clavando la mirada en la suya y los últimos rayos del sol se reflejan a través del ventanal en la superficie iridiscente de las maderas nobles de la venerable institución€

—Acho, déjate ya de literaturas y cuéntanos qué hiciste.

—Ok, perdón. Pues lo mismo que tú y lo mismo que todos: apoquinar 902 euros, que es lo que nos cuesta el rescate por cabeza, y salir por la puerta, claro.

—Ah vale. Creía que te ibas a poner con la matraca esa de que la banca tiene que ser pública y tal y cual.

—Por quién me tomas, ¿por un populista? Es el mercado, amigo.