2 DE NOVIEMBRE

El misterio de los judíos. En 1980, el escritor australiano Thomas Keneally entró en una tienda de artículos de cuero de Beverly Hills y su dueño, un superviviente polaco del Holocausto llamado Poldek Pfefferberg, le contó la historia de cierto empresario alemán que había salvado a un millar de judíos en Cracovia. Keneally acabó escribiendo El arca de Schindler. Alguien le mandó una reseña de esta novela a Steven Spielberg quien, tras largas vacilaciones, decidió llevarla a la gran pantalla en 1993, ejecutando así una obra maestra que acalló a todos aquellos que lo consideraban un mero dispensador de entretenimiento, aquejado, además, de sensiblería.

El señor Zdzis?aw Le?, que regenta una librería judía en Kazimierz (barrio de Cracovia poblado de sinagogas) me cuenta que su hijo se casó con una española y vive en Londres, con lo cual apenas puede entenderse con sus nietos porque no hablan polaco. Pero también me explica cómo vio al equipo de Spielberg decorar esta calle, llamada Szeroka, para simular en ella el gueto judío, que en realidad estuvo al otro lado del Vístula. A raíz del rodaje de la película, el barrio de Kazimierz salió de su ostracismo para convertirse en la zona bohemia de moda. En cuanto a la verdadera fábrica de Oskar Schlinder, no es prudente intentar visitarla sin reserva previa.

La misteriosa historia de los judíos nunca ha dejado de fascinarme. Han sido perseguidos en todas las épocas y por todos los pueblos, desde egipcios y griegos hasta rusos y alemanes, pasando por la España medioeval, donde la pureza de sangre se convirtió en una obsesión nacional. A su vez, han engendrado algunos de los personajes más influyentes de la humanidad: baste citar a Jesucristo, Marx, Freud o Einstein (sin enumerar artistas). He leído unos cuantos libros sobre el tema, pero sigo sin encontrar una explicación plenamente satisfactoria a tal paradoja. La más plausible, que el hecho de serles negada la propiedad favoreció que se ejercitasen en actividades de tipo intelectual.

3 DE NOVIEMBRE

Insólito Redentor. La Plaza del Mercado de Cracovia (Stare Miasto) es algo así como la versión cristiana de la plaza Jemaa El Fna de Marrakech: por su inmensidad, por los restaurantes al aire libre que la salpican, por su hiperinflación de turistas. Un español puede pasear por aquí con una extraña sensación de familiaridad, quizá porque el nivel económico de Polonia es muy similar al nuestro, o tal vez por cierto sustrato celta (Cracovia pertenece a una región llamada Galitzia) y, sin duda, por la religión católica, que de algún modo moldea la mentalidad de quienes se encuentran bajo su influjo.

Las monjas pululan por las calles y la presencia del Karol Wojtyla, antaño arzobispo de esta diócesis y hoy elevado a los altares, es ubicua. No obstante, las misas (como ésta que husmeamos ahora en la basílica de Santa María) desprenden cierto aroma ortodoxo, y algunas figuras de vírgenes recuerdan a iconos rusos. Aunque estudié en un colegio de curas, los Sagrados Corazones de Barcelona, nunca hasta ahora había visto cierto motivo pictórico que en las iglesias polacas se repite con insistencia: un Cristo Redentor de cuyo corazón manan sendos chorros de agua y sangre.

4 DE NOVIEMBRE

Buscando a Stanislaw Lem. Alquilamos dos bicicletas en la plácida mañana de domingo otoñal. Pedaleamos sobre la crujiente alfombra de hojas amarillas que cubre el parque Planty y llegamos a la vasta explanada de Blonia, que Wojtyla logró abarrotar cuando canonizó a la reina Jadwiga (o Eduvigis). Subimos al enorme montículo erigido en memoria del héroe nacional Tadeusz Ko?ciuszko. En el cementerio Salwator buscamos la tumba de Stanislaw Lem. El cura que cobra donativos a la entrada me proporciona, para encontrarla, unas instrucciones que parecen sacadas de una novela de piratas: «Llega hasta la torre de la campana y luego camina cuatro tumbas hacia adentro».

Stanislaw Lem fue el único escritor de ciencia ficción de la Europa del Este que triunfó en Occidente. Se le conoce sobre todo por la novela Solaris. La adaptación al cine que de ella hizo el ruso Tarkovski fue muy alabada por los esnobs de mi época: quizá por eso desconfié y jamás la vi. Tampoco me interesó la versión norteamericana interpretada por George Clooney. Me da la sensación de que a ambas les falta humor, y lo que me ha gustado siempre de Lem es su inclinación a la sátira (véanse los diarios del cosmonauta Ijon Tichy o los relatos del piloto Prix) que lo emparentan con autores como Swift, Calvino o el Quevedo de Los sueños.

Por la tarde, recorriendo a pie el barrio de Podgorze (donde realmente se ubicó el gueto judío) damos con un mural que muestra el retrato de Lem y la imagen de un robot. Lleva escrita esta cita: «Na koniec ludzie skarlej? do wymiaru bezmózgich stug ?elaznych geniuszy i, by? mo?e, poczna oddawa? im cze?? bosk?». En el pasado hubiera sido imposible averiguar su significado, pero ya nos hallamos en el futuro, y basta teclear en el móvil para obtener la traducción: «Al final, la gente está chamuscando la dimensión de vetas sin cerebro de los genios del hierro y, quizás, comenzarán a darles partes divinas». Bueno€ al sistema aún le falta afinamiento, pero deduzco que Lem hablaba de hasta dónde podría llegar la inteligencia artificial.

5 DE NOVIEMBRE

Y a Borges. En los últimos años he desarrollado dos modalidades de fetichismo asociadas a los libros. Una es que me sellen en las ciudades nativas de los escritores ejemplares de sus obras. El conserje del hotel donde nos alojamos (un chaval con barba y coleta rubia que parece un guerrero celta) me mira extrañado cuando le explico mi propósito. Hasta que lo comprende. Y entonces me estampa alegremente el sello de su establecimiento en las guardas de El pirata, de Joseph Conrad, y Diarios de las estrellas, de Stanislaw Lem.

La otra modalidad de fetichismo es comprar libros de Borges en otros idiomas, a veces incomprensibles. Los atesoro en inglés, francés, alemán, rumano e incluso islandés. Sin embargo, habré preguntado en más de quince librerías de Varsovia y Cracovia y, aunque no pocos libreros parecen saber de quién les hablo, no he conseguido un solo ejemplar.