Un tío se lió en Jumilla el otro día a patadas y golpes con las máquinas tragaperras instaladas en uno de esos siniestros antros sin ventanas que salpican cada vez con mayor frecuencia el paisaje urbano de nuestras ciudades; esos tugurios dedicados al juego y a la apuestas que acaparan los mejores bajos comerciales que otros negocios de mayor lustre, pero probablemente de mucha menor rentabilidad, no pueden permitirse pagar. Y es que lo de las apuestas deportivas y el juego de tragaperras es un pasatiempo en el que el cliente siempre acaba perdiendo (si juega el suficiente número de veces para que las leyes de las estadística se abatan sobre su destino de forma inexorable) en beneficio del propietario del negocio y, sobre todo, en beneficio de la Hacienda pública (que tiene cojones). No hay actividad que genere más expectativas iniciales ni más miseria al final que el juego. Y cuanto más escaso de recursos el jugador, mayores posibilidades de caer en las garras de la adicción tiene el desgraciado. No me da pena la gente que se arruina en un Casino, ya que para arruinarse hay que tener previamente una fortuna. Me conmueve el caso de tanta gente que pierde su paga cada mes en manos de estos negocios buitre.

Personalmente tengo multitud de vicios y adicciones, empezando por el móvil y continuando por la televisión en versión Netflix y otros proveedores de contenidos asimilados. Además, me encanta el buen vino (principalmente Ribera del Duero) y en mi juventud no me privé de ingerir altas dosis de alcohol (al fin y al cabo estudié en Pamplona) y de inhalar en mis primeros años de profesional y emprendedor publicitario algo más consistente que el Vips Vaporubs que me ponía mi abuela entre pecho y espalda. El mejor sexo, eso sí, es el casero y no el de pago o casual, por aquello de que acabas perdiendo todas las inhibiciones con el fin de combatir las rutinas que amenazan tu líbido. Y además, creo profundamente que hay que dejar que la gente adulta haga lo que se le antoje si no perjudica a un tercero, o incluso si le perjudica poco pero se practica de buena fe. Y ahí caben el alcohol, las drogas, el sexo consentido con cualquier género y hasta morirse cuando uno quiera.

Pero el juego adictivo y repetitivo (y no tanto el de las celebraciones tradicionales profundamente arraigadas en la cultura de este país como las loterías del fin de un año y al filo del nuevo) me produce una profunda repulsión, y mucha pena cuando conoces de una persona ha caído en sus garras. Todas las adicciones vividas al límite suelen acarrear tarde o temprano nefastas consecuencias para la vida y las relaciones personales de sus víctimas. Pero en pocas como en el juego, cuyo límite es prácticamente infinito y cuyas posibles consecuencias son tan desastrosas.

Cualquier yonqui adicto a la heroína sabe que se juega la vida a cambio de un rato de placer, que debe ser la leche cuando resulta tan difícil desengancharse. Pero un adicto a las tragaperras, al póker o a las apuestas deportivas vive en un mundo de fantasía en el que proyectan su futuro hacia una realidad altamente improbable, como las probabilidades de salir ganando si uno juega de forma reiterativa.

Es pura estadística: la ley de probabilidades establece que a mayor número de jugadas, más se acercará a la media previamente determinada por el dueño del salón de juegos y consentida por la ley.

También hemos leído esta semana en que el prometedor mundo del microcrédito a través de una cuenta bancaria en el móvil, promovido por MPESA, una innovadora compañía nacida en Kenia y extendida a multitud de países africanos, se está viendo afectado por el uso que hacen miles de jóvenes de ese crédito destinado a emprender un proyecto personal. En lugar de ello, estos chavales se juegan el dinero en diferentes plataformas de apuestas online. Más de medio millón de jóvenes, solo en Kenia, han perdido su acceso a este tipo de financiación barata, lo que constituye una auténtica tragedia en un continente y en una juventud tan necesitada de un impulso positivo para salir delante de forma autónoma, en lugar de tener que jugarse la vida en una patera para acabar de gorrilla indeseado en una calle de Murcia.

En la primavera de este año, el fondo americano Blackstone compró CIRSA, la mayor empresa de tragaperras en España. Y no es de extrañar, porque estos fondos buscan ante todo la máxima rentabilidad para los depositantes que confían en ellos, como los bomberos de las principales ciudades norteamericanas. Y nada hay más rentable que apostar por la adicción al juego en países de ludopatía rampante como el nuestro. Los propietarios de CIRSA, encabezados por el fundador y accionista mayoritario, el almeriense Manuel Lao, se han embolsado nada menos que 2.000 millones de euros. ¿Adivina quien acabará pagando todo ese dinero, con intereses, impuestos casi confiscatorios y grandes beneficios aparte? Pues gente como el desgraciado de Jumilla.

Cuando hablo de juegos y adicciones, siempre recuerdo mi primera estancia en Las Vegas. Debido al jet lag, me despertaba a las tres de la mañana y me bajaba de la habitación a desayunar tortitas con canela. En el ascensor me encontraba siempre con alguna meretriz de cincuenta dólares, de las que se anuncian en flyers repartidos por niños sudamericanos por la calle, y de camino al bar veía a gente con ojos vidriosos metiendo monedas en las máquinas como si fueron autómatas programados. Y me acordaba de ese cínico chiste de jaimito: ¡esto es vida, champán y mujeres!