Pocos saben que en la obra imaginada por Julio Verne hay cabida para una caverna, una brillante y enorme concavidad bajo la superficie de la tierra, una suerte de fosa en donde el tiempo está como suspendido. Los protagonistas de la aventura que tiene lugar en Viaje al centro al Tierra deambulan, después de bajar por la chimenea del apagado Sneffels, durante cuarenta y siete días por estrechos pasadizos, con escasa luz y atormentados, a veces por la sed, a veces por la claustrofobia o la soledad. Cuando las condiciones de vida resultan más difíciles y la extenuación hace mella en los protagonistas, de pronto, como si de un milagro se tratase, surge una luz deslumbrante procedente de un mar interior. Ante la atónita mirada de los aventureros se abre un mundo nuevo, un espacio geográfico ideado por Julio Verne, una réplica del espacio exterior bajo la superficie de la tierra, que se ha desarrollado en unas condiciones especiales.

Paseando por la arena de la playa, desde la que se divisa el mar interior, el profesor Otto Lidenbrock y su sobrino Axel se adentran en algo que parece asemejarse a un bosque de hongos gigantes. Una luz de origen eléctrico acompaña a los aventureros, una especie de aurora boreal que nada tiene que ver con la luz solar. Es una luz sin color, tristemente melancólica. El aire es denso, configurando un ambiente cargado de emanaciones salinas. La ausencia de sol provoca la uniformidad de las plantas y los árboles, que carecen de color.

Árboles de grandes dimensiones y follaje desconocido, plantas antediluvianas y osamentas de animales gigantescos ya desaparecidos, de otras épocas, acompañan el paseo de los protagonistas. Todo hace pensar, efectivamente, que este mundo subterráneo abriga especies animales de la era secundaria o terciaria, pero nada sabemos de la especie humana que habita esta inmensa caverna hasta que, ante los asombrados ojos del profesor, surge un cementerio de hombres del cuaternario y de animales antediluvianos, y poco después, en medio de la maleza de un tupido bosque, se intuye a lo lejos la presencia de enormes elefantes y la imaginación deja entrever la figura gigantesca de acaso un ser humano de grandes dimensiones, un Proteo de las comarcas subterráneas que desaparece rápidamente.

Suspendido sobre las cabezas de los aventureros se despliega una especie de cielo, por el que sorprendentemente corretean nubes dispersas. Sabemos que por encima de ese cielo artificial debe andar una inmensa bóveda de granito. La electricidad parece inundar todo el espacio acompañando a una efímera luz blanca. En el mar Lidenbrock, por donde navegan los protagonistas, abundan peces ciegos y se enfrentan enormes y extraños animales marinos antediluvianos.

La geografía de la caverna, según los datos que nos ofrece Julio Verne, se inicia bajo la parte montañosa de Escocia, bajo los Montes Grampianos, y se despliega hasta el Etna, por donde salen expulsados los protagonistas de la aventura. No es casualidad, por lo demás, que Julio Verne nos recuerde la teoría de un capitán inglés, que compara la Tierra con una gran esfera hueca en cuyo interior el aire conserva una cierta luminosidad por efecto de la presión. Al reconstruir esta gran esfera hueca en el interior de la Tierra el escritor hace acopio de datos y reproduce los conocimientos geológicos y arqueológicos de la época, las certezas de la ciencia hacia 1860.

Pero nada puede evitar la sensación que tiene el lector de encontrarse ante un espacio geográfico nuevo, un mundo al revés bajo la corteza de la Tierra, y por lo tanto, un espacio de reflexión y pensamiento en donde la imaginación de Julio Verne vuela. Y entonces resuena en el lector avezado la palabra sugerida, intuida, pero nunca pronunciada en el relato. La palabra es utopía. Ante semejante espectáculo, el que ofrece la caverna a los aventureros, la imaginación del narrador de la historia, el joven Axel, manifiesta claramente su impotencia. Delante de la inmensidad de esta caverna ideada por Julio Verne, confieso, como escritor y como lector, que mi imaginación, convencida también de su impotencia, se declara derrotada.

Nada puede evitar la sensación que tiene el lector de encontrarse ante un espacio geográfico nuevo, un mundo al revés bajo la corteza de la Tierra, y por lo tanto, un espacio de reflexión y pensamiento en donde la imaginación de Julio Verne vuela. Y entonces resuena en el lector avezado la palabra sugerida, intuida, pero nunca pronunciada en el relato. La palabra es utopía.