El Gobierno socialista ha decidido reformar la Lomce para encubrir el fracaso escolar o, si se prefiere, para dar continuidad a un modelo educativo que ha hecho de la mediocridad un fin en sí mismo. Eso a pesar de que en España conviven desde hace tiempo regiones de éxito (el caso de Castilla y León o Navarra serían paradigmáticos) con otras indudablemente fallidas. La complejidad sociológica que compone el país (y el acelerado salto a la modernidad que han supuesto los últimos cuarenta años) sirve de atenuante pero no de excusa. Lo que se ha ganado en extensión (no hay niño sin escolarizar hasta los 16 años) se ha perdido en profundidad y, desgraciadamente, también en calidad.

Un doble dato sirve para corroborar esta afirmación: España no es sólo uno de los países europeos con mayor índice de fracaso escolar, sino que además es de los que cuentan con menos alumnos excelentes. No deja de ser paradójico que, como apunta Andreas Schleicher, director del Informe PISA, «España aparece mejor situada en los rankings internacionales cuando se considera la proporción de jóvenes que tienen titulación universitaria que cuando se evalúa su nivel de comprensión lectora o habilidad aritmética. Más de un tercio de los graduados universitarios españoles no supera el nivel 2 en la prueba de comprensión lectora. Por tanto, no están suficientemente preparados para lo que sus puestos de trabajo exigen».

Aquí subyace un misterio que no es tal: sencillamente, el sistema educativo español fracasa a la hora de cumplir sus objetivos mínimos. Y, aunque las causas que explican este mar de fondo sin duda son muchas, supondría un error pensar que una falsa equidad concebida a la baja (o la frivolidad ideológica que permea muchas de las pretendidas innovaciones educativas) sea la solución requerida.

La ministra Celaá compagina cambios previsibles, como reducir el contenido curricular, con dogmas sin fundamento, como demonizar de nuevo la memoria. Mnemosina, personificación de la memoria, era para los griegos la madre de las Musas, que es casi tanto como decir la partera de la inteligencia. Y, sin embargo, lo que más ha sorprendido de las declaraciones de la ministra es que apuntan a la posibilidad de que los alumnos puedan obtener el título de Bachillerato con una asignatura suspendida. De entrada, no me parece ni mal ni bien. Quiero decir, no me parece tan dramático ni motivo de grandes jeremiadas. Sí me sorprende, en cambio, el argumento que utiliza: «El peor castigo que puede tener una persona es la rebaja de la autoestima, y eso es algo de lo que el centro debería ocuparse también, porque es lo que da consistencia emocional a la persona». La introducción del sentimentalismo en el panorama educativo resulta tan inquietante como obviar el papel de los conocimientos y la importancia de la escuela en la transmisión del saber.

La escuela, como todo en la vida, es un reto que nos sitúa frente a nuestros límites, y pensar que haya vías alternativas que no supongan esfuerzo (o que reduzcan las consecuencias del esfuerzo a su efecto sobre la autoestima) representa un error considerable. Si de algo nos sirve la experiencia finlandesa (además de subrayar la importancia que reviste la selección del profesorado, la lectura y la atención temprana a las dificultades de aprendizaje), es que los currículums exigentes mejoran el nivel de la clase y no al revés. De hecho, una de las causas principales de la caída en las pruebas PISA de Finlandia en estos últimos diez años parece achacable a la relajación en la exigencia aplicada en las dos últimas reformas curriculares (2004 y 2014). Seguir por esta vía no es lo más adecuado. No, si queremos que la equidad sea también sinónimo de excelencia.