El camino es frío y desolado. Solo bandas aisladas merodean amenazando a las escasas tribus dispersas por un extenso desierto helado. Un buhonero que trafica con armas y mercancías, una joven cautiva en manos de peligrosos salteadores de caminos, y un planeta casi vacío. Así es el cómic Mundo de Invierno con que Chuck Dixon imaginó en los años ochenta del siglo pasado un mundo arruinado por la acción humana y sumido en una eterna glaciación.

La devastación en un paisaje hostil es una reconocida metáfora para ilustrar la crisis de civilización, la ruina de la comodidad material frente a una naturaleza tan cruel ahora cuanto tantas veces esquilmada por la mano del hombre antes. La vida de las personas en comunidad se torna salvaje; la existencia anterior de la humanidad se pierde, su memoria se difumina y se regresa a niveles de vida paleolíticos. Así en La peste escarlata, novela de Jack London escrita a principios del siglo XX, una plaga deja a la humanidad reducida a comunidades aisladas de supervivientes, la vida se reduce a los arquetipos básicos del sacerdote, del guerrero y del rey que emergen de entre las ruinas. La catástrofe había mostrado que los valores morales de la civilización eran una pequeña y fina capa fácil de romper y disgregar. Del colapso emerge el alma animal, la comunidad jurídica desaparece y rebrota el espíritu de la manada. En la obra de London el recuerdo de la pólvora y el deseo de su recuperación se convierte en el sueño de una posible restauración, algo sin embargo lejano, pues la ciencia para los habitantes de aquel mundo no era más que superstición. El mundo de La peste escarlata está emparentado con dramas postapocalípticos más recientes como La carretera de Cormac MacCarthy y la historia de El libro de Eli, el guion que Gary Whitta escribió para la película de los hermanos Hughe. En El libro de Eli la esperanza reside en la restauración de los valores morales encarnados en la cultura superior, en los libros, y especialmente en la Biblia, cuyo uso como arma o como elemento recivilizador centra la trama. La esperanza en la religión, incluso en la creación de una sociedad teocrática surgida de las ruinas de un mundo extinto, parece guiar las esperanzas de La gente del margen, el conjunto de relatos escritos a finales del siglo pasado por Orson Scott Card, pero dichas esperanzas se dan de bruces con la pobreza y una economía de subsistencia que recuerda al mundo que refleja John Steinbeck en Las uvas de la ira. Incluso más oscura es la caída en el canibalismo de La carretera. La deshumanización y depravación del género humano en este escenario hipotético aluden a una crisis civilizatoria sin esperanza, expresada con un lenguaje literario postapocalíptico.

El mundo helado y muerto de Chuck Dixon tampoco conoce redención en su feroz crítica a la civilización. Imperan el hambre, la barbarie y la escasez. El desierto helado no es sino un vacío existencial. Comparecen, todavía, algunas comunidades humanas gobernadas bajo la ley del más fuerte, donde rigen desde la guerra entre hordas rivales, la rapiña, el secuestro de personas para su empleo como mano de obra esclava en sociedades militarizadas hasta el canibalismo de bandas nómadas de piratas. La peripecia del buhonero a través de la odisea postapocalíptica en ese mundo, tan gélido como el último círculo del infierno de Dante, para encontrar y proteger a una sola persona, a la muchacha que un día liberó de los bandidos, sirve para poner de manifiesto que este gesto humano de conmiseración y amor ha de convivir con la crueldad y oscuridad. El mundo que Chuck Dixon denuncia sirviéndose de la metáfora helada de la devastación no tiene espacio para la esperanza, solo para la supervivencia. No es lugar para la regeneración y la justicia, sino para permanecer a la defensiva, en prevención constante.

El mundo en los años ochenta del siglo pasado contemplaba el invierno nuclear como un riesgo en manera alguna hipotético, evitado tan solo por la doctrina de la destrucción mutua asegurada. En el primer cuarto del siglo XXI, después de las engañosas esperanzas suscitadas tras la caída del muro, el mundo no parece que haya acabado de conjurar el peligro de una destrucción infligida por la mano del hombre y junto al riesgo atómico surge, dolorosamente, la conciencia de otras amenazas igualmente sombrías. Los centinelas de los puestos avanzados ya han anunciado a una población de sordos y dormidos que llega una devastadora borrasca de hielo y nieve. Parece que la advertencia ha caído en saco roto.