Las artistas de las películas siempre aparecen con gafas de sol en los entierros y en las escenas en las que lloran en público. Ocultar los ojos funcionaba en el cine como una representación del dolor que poco a poco se ha ido colando en la vida real. Si alguien se esconde tras unos cristales oscuros significa que ha llorado y se está aplicando una especie de tratamiento paliativo, aunque cada uno tiene sus propias estrategias para asimilar el dolor. Hay quien lo apaga, como se detiene un motor ruidoso, y quien escribe para quitárselo de encima.

El libro de Miguel Ángel Hernández, El dolor de los demás, define de forma asombrosa cómo funciona ese proceso en un medio tan cerrado como la Huerta. El escritor es a la vez narrador y protagonista de un suceso ocurrido en una pedanía murciana en la Nochebuena de 1995, porque su mejor amigo mató a su propia hermana y después se tiró por un barranco. Si eso ocurriera ahora las televisiones pasarían días hablando del crimen, pero en aquel momento las muertes de las mujeres no tenían el tratamiento que se les da en la actualidad. Solo era un suceso tan extraño como misterioso, porque al quitarse la vida el autor del crimen había sellado el secreto que podía explicar por qué atacó a su hermana con un radiocasete.

Lo increíble de la novela es que el autor cuenta lo ocurrido casi 25 años después como si fuese el mismo adolescente tímido y retraído que se despertó de madrugada y salió al carril con su padre y sus hermanos para ver qué pasaba. Y refleja con tanta fidelidad el espanto de los vecinos en aquel amanecer a la intemperie, que casi se puede sentir la humedad de la huerta calando en los huesos. La pregunta que se hacían los conocidos que acompañaban a la familia con el cuerpo destemplado sigue flotando en el libro casi un cuarto de siglo después.

He leído la novela con un interés especial, porque a mí me tocó cubrir la noticia en LA OPINIÓN la mañana del día de Navidad y también me he pasado todos estos años preguntándome qué pasó aquella noche entre los hermanos, después de la cena de Nochebuena. No recuerdo los motivos, pero supongo que estaba de guardia y tuve que marcharme con el fotógrafo Pedro Martínez a seguir la ruta macabra: primero a la casa donde fue asesinada la chica y después, monte arriba en dirección al Cabezo de la Plata, en busca del barranco al que se arrojó el asesino. Lo extraño es que en mi cabeza conservo una imagen de la habitación en la que se produjo el crimen, aunque dudo mucho de que realmente se nos permitiera a los periodistas entrar en la casa. Supongo que mi imaginación reprodujo involuntariamente el escenario del crimen, igual que recreamos la imagen de los lugares sobre los que leemos. También recuerdo ver a Pedro Martínez alejándose con alguien que le indicaba el lugar en el que fue encontrado el cuerpo del suicida. Yo no quise acompañarlos en parte porque llevaba unos tacones incómodos y en parte porque no quería añadir aquel escenario a la lista de mortuorios que guardo en la memoria. Tampoco quise dar demasiados detalles cuando llegué con retraso a la comida familiar de Navidad, en la que había niños pequeños, adolescentes y abuelas que me reprocharon mi tardanza.

Conscientemente, puse un filtro y dosifiqué la información que iba a facilitarles. En un momento así es difícil ignorar el dolor de los demás y regresar a tu vida como si no pasara nada. Entonces es cuando funcionan las gafas oscuras.

Lo peor fue tomar la decisión de contar que había sospechas de que la agresión mortal pudo deberse a un intento de abuso sexual. El agente que nos informó no lo confirmaba taxativamente, así que yo debía sopesar si despreciaba la confidencia que había dejado caer como algo improbable o la daba por buena. Opté por escribirla. No quería alimentar el morbo de unas muertes que ya eran siniestras, pero tampoco debía responsabilizarme del dolor que había causado el agresor. Por eso no firmé la noticia.

Miguel Ángel Hernández aborda su libro planteándose ese dilema, pero él lo hace con un propósito personal, el de desentrañar los motivos que tuvo su amigo para hacer lo que hizo.