Primero fue la clase política en su totalidad. La crisis de 2008 levantó el telón de fondo y quedó a la vista que el gobierno del mundo correspondía al sistema financiero globalizado mientras los políticos, representantes de la voluntad popular, ejercían de títeres al servicio de aquéllos. Un tal Sarkozy sugirió refundar el capitalismo, pero el capitalismo acabó refundando la política.

El líder de los empresarios españoles, Díaz Marchán, propuso suspender el liberalismo económico: que el Estado rescatara a las empresas hasta que éstas pudieran funcionar sin la ayuda del Estado y volviera a coincidir la teoría con la práctica; mientras tanto se supo que el líder empresarial había expoliado a su propia empresa para salvar su patrimonio personal a costa del hambre de sus trabajadores. De entrada, habían quebrado la clase política y la clase empresarial.

¿Y los sindicatos? Sacaron pecho convocando dos huelgas generales sucesivas contra el Gobierno de Rajoy nada más poner éste sus pies en Moncloa, pero no habían aprendido nada de la experiencia de Thatcher, quien dejó que las Trade Union se quemaran a fuego lento, y eso que eran más poderosas en su momento que la suma de UGT y CC OO. Con la crisis desaparecieron en la práctica los sindicatos, que fueron sustituidos por 'mareas' sectoriales y fugaces ajenas a las organizaciones tradicionales.

En ese punto, los desahucios ofrecieron la cara más oscura de la banca, cuyo lema no tan oculto parecía ser: «Pague primero y suicídese después», y como esto era un imposible metafísico y el personal sólo practicaba la segunda parte del dictado, se descubrió de inmediato que ni aun sucidándote quedaba suspendida tu deuda con el banco correspondiente, aunque éste hubiera vendido a un tercero la casa en la que vivías.

Vamos sumando: la clase política, la organización empresarial, los sindicatos 'de clase', la banca... Todos desautorizados, con las respectivas vergüenzas a la vista.

Pero faltaba un estamento fundamental que alguna vez tuvo amplia consideración popular, a pesar de su obsolescencia histórica: la monarquía. El rey que velaba por los intereses económicos de las empresas españolas en su expansión planetaria resultó ser un vulgar comisionista, una especie de desenvuelto y campechano concejal de Urbanismo con corona. A su vera ha sucumbido otra institución con solera, el Centro Nacional de Inteligencia, CNI, que ha dedicado parte de sus esfuerzos y presupuestos a hacer de niñera de un rey pichabrava para mitigar los efectos públicos de su desorden personal, y esto ya desde los tiempos de Bárbara Rey.

Europa. Una palabra acariciadora, que en algún momento representó la tracción modernizadora del país aislado y en blanco y negro que salía de una prolongada dictadura; una Europa que resultaba benéfica y amable para regiones como la de Murcia con sus inversiones y planes de desarrollo. Con la crisis mostró su cara de madrastra de Blancanieves hasta el punto de forzar la reforma constitucional, imponer una austeridad letal para la mera supervivencia del empleo y unas reglas de hierro que han dejado un rastro de desigualdad social nunca conocido en la etapa democrática.

¿Y las autonomías? El pasado domingo, en la tertulia del programa de Évole, los dos presidentes autonómicos del PP, el de Madrid y el de Murcia, no eran los que se presentaron hace tres años a las elecciones, arrastrados éstos a la dimisión por sus respectivas imputaciones judiciales. En Cataluña, el butrón de los Pujol y la desatada escenografía al estilo de Leni Riechefstal que vino en consecuencia, con la agitación de las masas hasta el punto de arrasar con toda legalidad, incluida la que pretenden conservar los agitadores, dan idea de la precariedad de la convivencia. Y en Andalucía, la corrupción institucionalizada ya no es una circunstancia, sino un recurso estructural. Aunque en la sede popular de Génova se centralizara la gestión de la corrupción, ésta se practicaba básicamente en las autonomías, con el resultado de dañar gravemente el propio esquema de organización estatal.

Nuevo repaso: los políticos, los empresarios, los sindicalistas, los banqueros, el rey, el CNI, las instituciones europeas, las autonomías...

Todavía quedaban los Cuerpos de Seguridad, muy especialmente sus respectivas secciones de investigación (UDEF y UCO), y la Justicia. Enmedio de tanto desplome institucional, todavía sorprendía que, aun afrontando maniobras del Gobierno y de los partidos, subsistieran fiscales y cuerpos policiales que investigaran los desmanes, muchos de ellos de alta complejidad, y los pusieran en bandeja a los tribunales, que han emitido en muchos casos resoluciones muy incómodas para los respectivos poderes políticos. En Alcalá Meco y otras prisiones falta mucha gente, desde luego, pero no se puede dudar de que hay algunas cabezas que nunca habíamos sospechado que descansaran tras las rejas.

Ese ejemplaridad hay que ponerla en el haber de las fiscalías, de las secciones de investigación policial (ambas instancias dependientes del Gobierno de turno) y de los jueces de instrucción. Pues bien, de un lado aparece Villarejo y una parte de esa impresión se viene abajo al poder constatar que en 'las alcantarillas del Estado' hay agentes especializados en llevar y traer informaciones confidenciales a fiscales, jueces y políticos acerca del estado de las investigaciones policiales o del desarrollo de los sumarios judiciales (caso Umbra, en Murcia, sin ir más lejos, lo que explica muchas cosas, es decir, lo explica todo). Y de otro lado, la reciente voladura del Tribunal Supremo a cuenta del impuesto sobre las hipotecas, a un paso de la sentencia sobre el procés así como la inmediata negociación a tres bandas para su recomposición con la perspectiva clara de ese fallo, sin disimulo de los nombres agenciados para el caso, significa el desmonte de la única pieza que todavía resistía a pesar de la politización de las altas cúpulas: la Justicia.

Piezas aparentemente menores como el Centro de Investigaciones Científicas (CIS) o RTVE también han sido 'tocadas'. En el primer caso, con la aportación de una nueva metodología, para crear efectos indiciarios en las urnas; en el segundo, con el pretexto de salvar a los medios públicos de comunicación política, han añadido dos tazas llenas, aunque ahora de un caldo diferente.

Toda la estructura referencial del Estado democrático ha quedado desparramada por los suelos. Es cierto que hay quienes la empujan, pero el esfuerzo de éstos es menor que la resistencia que le presta su carcoma. ¿Qué queda en pie del sistema democrático después de este progresivo derrumbe? El miedo al regreso de algún espadón, del color que sea, a poner todo en su sitio, con el aplauso y los vivas de quienes se han visto defraudados por una democracia que se muestra claramente enferma.