Ha pasado desapercibido un estudio, presentado el pasado mes de Octubre y elaborado por el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación BBVA, denominado Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España. Según el documento, España cojea gravemente en el control de la corrupción, entendida ésta como 'el grado en que el poder público es ejercido para beneficio privado, así como la captura del Estado por las élites y los intereses privados'.

Me quedo con la última parte de la definición ('la captura del Estado por las élites y los intereses privados'), porque encaja a la perfección en las circunstancias que estos días presiden la actualidad de España, a saber, la decisión del Tribunal Supremo de atribuir el pago del impuesto de las hipotecas a las familias prestatarias, contraviniendo, de manera torticera y bajo dudosa legalidad, la sentencia formulada por jueces de la Sala de lo Contencioso expertos en Derecho tributario, que anteriormente habían establecido que debían ser los bancos los que pagaran.

En ese cambio de opinión ni siquiera se han guardado las formas, por cuanto Díez Picazo, presidente de la Sala de lo Contencioso, aduce, para someter la decisión primera a revisión del Pleno de esa Sala, razones no jurídicas, sino de orden socioeconómico. En plata: la banca podía salir perjudicada y ello podría desestabilizar la economía. Desde ese momento, las presiones de las entidades financieras sobre el Supremo fueron en aumento hasta que 15 jueces sobre 13 deciden satisfacer los intereses de aquéllas: pagará la gente.

Que el Tribunal Supremo se pliegue al poder de la banca, contra los intereses de la población, es un hecho que amenaza con dejar al desnudo la naturaleza de un sistema político en el que la división de poderes y la independencia judicial son una quimera, y por consiguiente la propia democracia. De ahí la reacción de partidos, como PSOE y Ciudadanos, que hasta ahora habían avalado los intereses de la banca en todas las propuestas de legislación hipotecaria puestas sobre la mesa, en la dirección de proponer medidas legales que neutralicen la decisión del Supremo.

Así, Pedro Sánchez avanza un decreto ley para que, a partir de ahora, paguen los bancos. Medida positiva, sin duda, pero que deja en el sitio que estaban tanto los intereses de aquéllos como el principal problema subyacente a esta cuestión: el carácter de la cúpula judicial de este país y, por extensión, la relación del Estado con los poderosos. Efectivamente, el poder de las entidades financieras permanece incólume. En primer lugar, porque no se aplica la retroactividad que fijó la Sala competente del Supremo. Es decir, Hacienda tendría que devolver a las familias un mínimo de 5000 millones de euros e inmediatamente reclamar esa cantidad a los bancos, dado el carácter retroactivo (de entre cuatro y quince años) del pago de este impuesto. Dinero que nunca podrán percibir quienes suscribieron hipotecas antes de que la ley del gobierno entre en vigor. En segundo lugar, los costes en que van a incurrir los bancos al pagar el impuesto van a ser repercutidos a los clientes, como se ha anunciado. El gobierno no establece ninguna regulación ni control para evitar esta repercusión; simplemente apela a la 'responsabilidad' de las entidades. O sea, que en última instancia seguirán pagando los clientes.

Pero lo más grave de este asunto es la confirmación de la impunidad de un Tribunal Supremo que ha actuado al dictado de intereses financieros saltándose sus propias reglas. Ni siquiera, cuando se escriben estas líneas, han dimitido Lesmes y Díez Picazo, máximos responsables del desaguisado. Un gobierno progresista, ante esta situación, debería avanzar las reformas necesarias, por profundas que sean, para que nuestra Justicia sea independiente e imparcial, caiga quien caiga. Si no lo hace, la impresión que queda es que el poder ejecutivo y el poder judicial están 'capturados por las élites y los intereses privados'. No es que nuestro Estado tenga cloacas, es que todo él parece una cloaca.