Cada vez son más habituales las insospechadas personas que te dicen, si vas de acá para allá: «Yo, a Garre». ¿A Garre? ¿Por qué? Y entonces te sueltan la retahíla: Murcia no existe para España, hace falta una voz que defienda los intereses de la Región sin sumisión a los aparatos nacionales, alguien honesto que luche de verdad contra la corrupción y que ponga a Murcia en su lugar cuando todas las demás regiones van a lo suyo... Y en ese plan. Digamos que se trata de un argumentario sencillo, más bien elemental, pero los sofisticados esquemas argumentarios de otros partidos tal vez no podrían rebatirlo porque el personal de a pie ya tiene bastante con sobrevivir, y no está para estudiar filosofías. Tal vez se trata de una versión autóctona del populismo famoso, pero ahí está. Alberto Garre ha decidido jugar este partido y se ha colado por una banda que otros intentaron abrir en etapas anteriores con éxito cero, pero que ahora parece reblandecida.

El hueco de ‘la opción regionalista’ estaba disponible desde el inicio de la Transición, pero quien vino a ocuparlo durante años fue el PP con su política sobre el agua, si bien ésta no ha dado más resultados a efectos prácticos que el buen equipamiento electoral de ese partido y la solvencia de las empresas que imprimían sobre sábanas blancas el lema «Agua para todos». Mucha pancarta, pero poca agua. Una vez desvelado el truco de la zanahoria, quien mejor puede seguir conduciendo al rebaño es alguien desgajado del equipo que se carga de razones contra él al compartir la frustración general: «Yo sigo creyendo en esto». Y en el sobreentendido de que el agua, como tal, no es una preocupación extendida (sobre todo después de que el modelo urbanístico, subrogado al aumento de las demandas de agua con el pretexto interpuesto de los regadíos, no haya podido mantener los índices de empleo y, por tanto, de dependencia social), la clave política se reduce a un mensaje simple: no es el agua en sí, sino el hecho de que no seamos capaces de obtener el agua. Esta apreciación simbólica es la que produce la reacción regionalista como consecuencia del rechazo a una reivindicación, sea ésta más o menos perentoria. No se trata ya del agua, digo, sino de que a Murcia no se le da ni agua.

Es el hueco de Garre, por muy extravagante que parezca si se atiende a que el líder de la nueva formación regionalista ha sido hasta anteayer protagonista principal de la política del PP. Pero su baza es que el PP ha dejado de ser un instrumento útil y, sin embargo, ahí está él, para seguir indagando en unas políticas en las que la acción de su partido histórico ha declinado. Como se da la circunstancia de que esto se produce en un periodo de clara desafección general con un partido que gobierna desde hace más de veinte años, el reclamo es simple: hay alguien que sigue manteniendo los principios y que facilita a los desencantados una vía de salida sin necesidad de recalar en otros aparcamientos confusos, Ciudadanos u otros.

Sea cual sea el motor que conduce a que haya a nuestro alrededor muchas personas que expresen abiertamente su disposición a apostar por esta vía (el que finalmente lo hagan ya es otra cuestión), aun sin conocer al líder y sin militar en su partido, nos da una idea acerca de que el que podríamos llamar ‘fenómeno Garre’ es una realidad a tener muy en cuenta. Hay elementos que ya son muy visibles, y que cuentan a su favor, como también otros que, considerados en la balanza, podrían hacer desistir a quienes estudian la posibilidad de apoyarlo. Empecemos por los primeros.

Cara A. Es obvio que Garre dispone ya de una organización. Grande o pequeña, pero bien armada. No es un partido de ‘cuadros’. Hay masa crítica tras él. Militantes, activistas, grupos de trabajo, documentos programáticos, gente movilizada voluntariosamente... Eso y no otra cosa es un partido. Hay nombres en el staff y fuera del staff que, sin ser conocidos por el gran público, presentan currículos profesionales muy competentes y se integran en círculos de influencia que denotan una considerable respetabilidad social. Cuenta con activos inéditos en la vida política junto a otros muy experimentados, estos últimos tal vez ‘gastados’ en algunos casos, lo que no excluye que muchos de ellos aporten todavía el valor de la experiencia. Incluso mantiene prudentemente ‘guardados’ a ciertos agentes ‘tóxicos’, que alimentaron su agenda al servicio del hiperlíder, pero que siguen siendo útiles para ciertos trabajos.

Los nuevos activos incorporados a la marca (Somos, se denomina) perciben en Garre la actitud decidida en el último tramo de su ejecutoria como presidente de la Comunidad cuando paró los pies a Sacyr, que pretendía venderle una apertura urgente del aeropuerto de Corvera supuestamente provechosa para sus intereses electorales (le daría fuerza para constituirse en candidato y para ejercer como tal), aunque esto supusiera un baldón económico para el futuro de la Región a contabilizar después, dadas las condiciones en que Sacyr sugería la apertura. Garre poco menos que echó de su despacho a los enviados de esa corporación, que además venían muy bien recomendados por quien se suponía que mandaba en el partido más que él.

Otro hito de su gestión se produjo cuando no se prestó a la operación, diseñada a sus espaldas, para que la dimisión del consejero, y como tal aforado, Antonio Cerdá impidiera al juez del TSJ, formular un rosario de acusaciones contra Valcárcel derivadas de una intensa investigación del caso Novo Carthago: se pretendía que el expediente prescribiera a los efectos de la imputación más destacada y que el resto pasara a la jurisdicción ordinaria, donde, en efecto, hoy duerme el sueño no precisamente de los justos. El remoloneo para firmar la aceptación de la dimisión de Cerdá, quien intentaba colarse por todas las ventanas para ser recibido por el entonces presidente Garre a fin de que éste firmara por fin su cese y que apareciera en el BORM antes de que el juez Abadía consumara su informe es una de las grandes aportaciones de Garre a la lucha contra la corrupción en la Región, y esto mientras sufría, además, la deslealtad de quien se presentaba como su amigo, el entonces diputado Martínez Pujalte, el de los cafelitos a 5.000 euros, urdidor de aquellas pretensiones de escamoteo de la Justicia (con inclusión de misteriosas visitas a la Fiscalía General del Estado) aun a pesar de tener que sacrificar la vida política de su cuñado, el eterno consejero Cerdá, dispuesto a inmolarse en agradecimiento a quien lo había mantenido en el poder mientras el Mar Menor, a su cargo, se consumía en una contaminación tan previsible como irreparable. Materia, este asunto, para una comedia de situación.

El acabóse consistió en la decisión de Garre, desde la presidencia, de ‘desclasificar’ los documentos de la desaladora de Escombreras, ofreciendo facilidades y sin poner pega alguna a la petición de la oposición, lo que puso en alarma, no sólo a los implicados políticos al más alto nivel, sino a cierto staff del estamento funcionarial de la Comunidad. Y no es extraño que se produjera una extraordinaria inquietud ante el caso en tales ámbitos, ya que se trataba de una de las operaciones más gravosas para las arcas regionales, derivada del intento de facilitar la recalificación intensiva a lo largo y ancho de la Comunidad de terrenos destinados a la construcción con el pretexto de la disposición de recursos hídricos inexistentes, garantizados por una supuesta producción para la agricultura mientras el ingenio de una agencia autonómica intentaba suplantar las competencias de la Confederación Hidrográfica.

Un cargo del PP del máximo nivel me dijo al poco de la designación de Garre como presidente de la Comunidad: «Alberto no es un político ejecutivo; toda su trayectoria es de diputado, autonómico o regional, o sea, un legalista». No sabían en el PP hasta cuánto de legalista. Lo fue por convicción profesional (es abogado) o por no cargar con los asuntos de otros a la vista de que traían un posible lastre de arbitrariedad respecto a las leyes.

Cara B. Pero de la misma manera que una parte del pasado de su gestión es un aval, Garre también ofrece un cartel de prejuicios como opción alternativa. El que viene a regenerar la vida política aceptó ser nombrado a dedo y como segunda opción (tras el rechazo de Francisco Celdrán, entonces presidente de la Asamblea Regional, a la propuesta inicial de Valcárcel). Para recibir la aceptación de éste tuvo que viajar a la sede central de Génova (recurriendo al centralismo partidista del que ahora abomina) en compañía de quien fue su mentor, que quería resolver el asunto de su propia sucesión a toda prisa para salir escopeteado hacia el Parlamento Europeo, huyendo de los problemas estructurales que había generado en la Región y en busca de la jubilación dorada, y como en Madrid no encontraron a la secretaria general del PP, Cospedal, fueron a buscarla, de vuelta, al Palacio de Fuensalida, en Toledo, donde almorzaron los tres y pactaron algo en lo que ninguno de ellos se ponen de acuerdo acerca de en qué consistió. Más bien cabe sospechar que, de pillo a pillo (esto sin connotación peyorativa en el caso de Garre) cada uno pactó consigo mismo aquello que más le interesaba para sí, a la vista de que todos iban a su propio avío. (Lástima que Villarejo no estuviera invitado a aquella sesión). Después, Garre aceptó el Gobierno que le dictó Valcárcel, incluidos dos imputados (PAS y Cerdá), lo que contradice su renacido espíritu regeneracionista, aunque es cierto que inauguró el lenguaje ‘garretí’, aquello de «cada cual debe pensar lo que es mejor para el partido», algo así como ‘aquí ha fumado alguien’. Pero quien tenía el BORM a mano para decidir las destituciones era él. Además, alguno de los consejeros que había podido colocar por su propia mano acabó siendo imputado en la Púnica durante el ejercicio de la gestión que él presidió, si bien el protagonista dimitió de inmediato.

Garre habría ganado muchos puntos si hubiera entregado el carné del partido cuando fue relevado de la candidatura a la presidencia de la Comunidad y no hubiera estado merodeando a Rajoy y a Cospedal para que le ofrecieran una compensación por defecto, que finalmente no obtuvo, porque Valcárcel, en extraña coherencia con su declaración de que su amistad con Garre era indestructible, le puso el veto tanto para encabezar la candidatura autonómica por Cartagena como para acceder al Senado. El lastre de Garre es el que, a medias, él mismo reconoce, y ha de hacerlo porque las evidencias son incontestables: si el PP lo hubiera abrigado, ahora no lideraría un partido que intenta nutrirse del desafecto al PP.

Dicho lo cual, la balanza está a la vista de todos. Los méritos, las contradicciones y las virtudes y defectos. Nadie con tantos años de trayectoria política puede aparecer como de nuevas. Pero una cosa es la interpretación que al respecto se pueda hacer, y otra el efecto constatable de que el partido de Garre chuta. No hay más que ver que sus convocatorias locales (por ejemplo, el pasado lunes en Cartagena) se resuelven con éxito. No significa esto que llenar un reciento, o diez, garantice de antemano el éxito electoral. Pero hay algo que la lógica y la intuición acumulada permite deducir: hay partido, hay movilización, hay gente, hay hombres y hay mujeres. Y hay un discurso que a falta de otros ‘marcos’, puede cundir.

En un sentido más general, el fenómeno Garre se sustenta en la desestructuración del PP, que tiene varias fases: Ciudadanos copa la zona liberal, cuando una parte del electorado percibe la esclerosis política y la incapacidad para conectar con una derecha libre de prejuicios tradicionalistas y eclesiásticos; Vox, más recientemente, denuncia la contención del desprejuicio sobre el anclaje fundacional de la derecha cañí y exhibe olfato sobre los vientos que están refundando una democracia regresiva, y partidos como el de Garre intentan recuperar el viejo espíritu de unidad de los afines diferenciados, esta vez no aludiendo a los fundamentos ideológicos sino en un supuestamente controlado regionalismo más o menos identitario, tan de moda como todo lo anterior.

En definitiva, Garre ha recurrido al regionalismo cuando ya no podía hacerlo a otra cosa, y esa casilla estaba abierta. Tan abierta que no se trata de ninguna broma.