El temor ancestral que el ser humano muestra ante las ruinas, hunde sus raíces en los miedos del alma apenas emancipada de la naturaleza que intuye por doquier la presencia de espíritus antiquísimos viviendo entre los espacios muertos, muros derribados y vencidos por la vegetación. Espacios que, en ausencia de la humanidad, la naturaleza recobra. El temor ante la ruina es parecido al temor que experimentamos ante la presencia de un cadáver. Los muros aún en pie de una ciudad desconocida nos llevan a imaginar la mágica presencia de sus habitantes, desaparecidos quién sabe cómo y por qué. El esfuerzo combinado de arqueólogos, restauradores, políticos y agentes turísticos por rehabilitar y hacer visitables los emplazamientos antaño ruinosos es un intento de llevarlos a la luz, decimos, de la razón y del conocimiento, pero sobre todo a la luz del espectáculo. El misterio queda así conjurado, la ruina se convierte en monumento y, por tanto, en algo disfrutable y visible dentro de los confortables y diurnos límites del horario laboral. Los desconocidos espíritus, fantásticos moradores de aquellas regiones, han desaparecido de la imaginación popular, replegados a lugares más recónditos y periféricos aún. El campo queda libre a las legiones de visitantes que pasearán por renovados y restaurados patios de armas, pasos de ronda, salas esplendorosas, callejones medievales, baños romanos o moriscos, templos tras de los cuales no saldrá ningún centauro y altares cuyos dioses estarán ausentes.

Y no pocas veces se recrean ya edades pretéritas sin necesidad de la preexistencia de ruina alguna. Así aparece el pasado ante nuestros ojos reformado expresamente para nuestro esparcimiento y diversión en recintos construidos a tal efecto, teatralizados, lúdicos y temáticos. Nada nuevo hay en ello si recordamos los antiguos jardines aristocráticos que en los tiempos de máximo esplendor de la cultura europea regocijaban a las mentes cultas propiciando paseos por ruinas artificiales y reproducciones en miniatura del mundo romano y medieval para recreo particular, como en los hermosos jardines de la Arcadia polaca en Nieborow. En bellos rincones como aquel se alcanzaron cotas de inusitada vitalidad en la ficción histórica, en espacios habilitados para recreaciones y teatralizaciones. Son los exquisitos antepasados de nuestros bastante más populares y masivos parques temáticos. El paso definitivo hacia la mixtificación de lo lúdico y lo festivo con lo histórico se ha dado muy recientemente. En el universo digital, donde las civilizaciones se levantan, desarrollan y fenecen con pasmosa rapidez. interactúan en escenarios que jamás se dieron en realidad. Alternan y mueren en sobrecogedora velocidad escenarios ucrónicos, puros universos míticos para escenarios civilizatorios que jamás ocurrieron.

El uso y disfrute de bienes culturales, su rentabilidad, su puesta en valor y finalmente su uso como cantera de materiales para universos digitales cuya primera razón de existir no es cultural ni educativa sino lúdica, reflejan un mundo en que todo es computable dentro de las leyes del máximo beneficio y las normas de la cultura consumible. En pocos años hemos asistido a la transición de la veneración y la contemplación del pasado hasta llegar al consumismo más lúdico y despreocupado. Es probable que la propia civilización pretenda compensar así su obra disolvente y destructora; paliar de este modo los daños técnicos, económicos, sociales, climáticos cometidos durante el 'progreso' humano. Para lograrlo es necesario la continua mejora de las capacidades técnicas de restaurar las ruinas pasadas o de recrearlas físicamente (mediante imitaciones lúdicas en parques destinados al esparcimiento) o electrónicamente (en el universo digital y televisivo donde la ucronía y la atemporalidad son la norma y donde la cultura se adquiere por gamificación).

En último término la conversión del pasado en espacio de juego o en repositorio de argumentos y materiales para las modernas ucronías digitales o audiovisuales indica ya un cambio radical en nuestro modo de responder a la vida y sus desafíos. Podemos concluir lo que sugieren los hechos, que la obra de la civilización no es la conservación, sino la transformación. Así destruye más que construye, y cuando intenta preservar y conservar aquello que en realidad ha usado, gastado, consumido y destruido (sea cultural o ecológico), consigue solo un pobre paliativo, una imitación a la vida para disimular una cáscara vacía, y de este modo acelera la obra disolvente de la civilización entendida solo como técnica, capaz de destruir incluso al tiempo. Los grandes cambios acontecen progresivamente en medio del silencio y será el silencio del gabinete de un taxidermista el que sustituirá al de las bibliotecas. El paso definitivo hacia la mixtificación de lo lúdico y lo festivo con lo histórico se ha dado muy recientemente.