Cuando decidí que quería ser periodista tenía tres razones fundamentales para la elección. La primera, querer cambiar el mundo. La segunda, vivir los acontecimientos de mi época en primera persona, que no me los contara nadie. La tercera, conocer los entresijos que se esconden detrás de cada decisión política, económica o simplemente cotidiana. Estar al cabo de la calle, en definitiva.

La categoría de motivaciones puede ser perfectamente aleatoria, porque se mezclan en cada uno de los momentos profesionales que me ha tocado vivir. Habría, quizá, una cuarta: ponerle rostro a los personajes protagonistas de las historias que afectan a la vida de la gente, a quienes manejan los hilos. De ahí que los periodistas siempre queramos estar en primera línea. Unos más que otros, es verdad, ya que las circunstancias mandan, pero no quita que la emoción experimentada al convertirte en testigo privilegiado de cualquier asunto (por nimio que parezca) sea suficiente para alimentar al ego que todos los que nos dedicamos a este oficio llevamos dentro.

El cóctel del que hablamos no estaría completo si no contásemos con esa serie de personajes oscuros, ocultos al gran público, que maniobran por doquier y están bañados de una pintura siniestra y, en ocasiones, deplorable. Personajes de las alcantarillas de los Estados, de sus servicios de inteligencia (ojo con el oxímoron), de sus organizaciones, de las corporaciones económicas y empresariales. El comisario Villarejo sería el exponente en estos momentos de quien estamos hablando, pero no excluyamos a nadie. Villarejos, Villarejos, los tenemos a puñados. Unos más eficientes que otros. Unos más profesionales en lo suyo que la media. Cada uno en su lugar, que no es exclusivo del mundo de las alturas de las organizaciones. También viven junto a nosotros, con sonrisas forzadas o caras de póquer cuando les adivinamos sus intenciones.

Confieso que siempre he sentido una atracción especial por ese tipo de especímenes. En ocasiones he dudado acerca de dónde venía esa afinidad. Incluso escruté mi interior por aquello de hallar alguna funesta razón que explicase el porqué de ese acercamiento. Esa simpatía que te permite esbozar una sonrisa, no exenta de cierta ternura, al navegar con este tipo de ejemplares humanos que protagonizan el inframundo del que estamos hablando. De ahí que cultivar ese encanto para conocer de primera mano lo que se cocina de verdad en los fogones de la historia sea una constante para que nada ni nadie nos tenga que contar otra cosa que no sea la realidad cierta. Vamos, que no nos pillen en un renuncio.

Los he conocido de todo tipo y pelaje. Desde la infancia hasta la actualidad. En puestos relevantes o agazapados tras una mesa a la espera de lanzarse a por la pieza. Con traje o sin él. Revestido o desnudo. Al final, llegas a la conclusión de que no hay apenas diferencia entre un policía corrompido, un proxeneta de alcurnia, un clérigo ávido de poder, un empresario defraudador, un megalómano dueño de un negocio cualquiera, una jueza parcial o un político corrupto.

Es la vida, amigo.