Es difícil hacerse cargo de algunas de las desmesuradas informaciones que nos llegan respecto del futuro y también del presente y del camino que hemos recorrido hasta él. Pero no porque no sean ciertas o carezcan de fundamento, sino porque suponen un golpe brutal sobre nuestro modelo de vida y de gestión del planeta del que nos hemos hecho cargo, y ponen ante nosotros un destino catastrófico del que parece muy improbable escapar y sin embargo, seguimos como si no las conociéramos, las convertimos en saberes inútiles para la acción por cuanto no parecemos dispuestos a asumir los drásticos cambios que demandarían.

Por ejemplo, hace dos semanas conocíamos el Informe Planeta Vivo del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) que decía que en los últimos cuarenta años las poblaciones mundiales de vertebrados (mamíferos, aves, peces, anfibios y reptiles) se han reducido en un 60%. ¡Más de la mitad de los vertebrados desaparecidos en apenas cuatro décadas! Una semana antes un informe de la OCDE (The Global Material Resources Outlook) pronosticaba con mucho rigor que el consumo mundial de materias primas (la biomasa, los combustibles fósiles, los metales y los minerales no metálicos) se duplicará para 2060, lo que empeorará la contaminación del aire, el agua y los suelos, y contribuirá significativamente al cambio climático.

Podríamos citar otros muchos trabajos científicos similares en otros ámbitos que apuntarían en la misma dirección: la lógica depredatoria (de orden geométrico) de consumo de recursos y de destrucción de seres vivos del sistema económico está ya provocando situaciones irreversibles. La temida catástrofe ambiental no se producirá un determinado día, sino que ya ha empezado en forma de un proceso crecientemente acelerado.

Hace ahora un año 15.000 científicos de todo el mundo lanzaron su Advertencia de la Comunidad Científica Mundial a la Humanidad: Segundo Aviso, cuando se cumplían 25 años del primer aviso (1992). En él se decía literalmente: «Pronto será demasiado tarde para cambiar el rumbo de la actual trayectoria que nos lleva al fracaso y nos estamos quedando sin tiempo».

Entonces, si esto es así, ¿cómo explicar nuestra falta de reacción? Habrían muchas causas que dan cuenta racionalmente de esta inacción, desde las estructurales o sistémicas, relacionadas con el modelo económico capitalista, ahora globalizado y fundado en la absurda creencia de que es posible crecer indefinidamente en un mundo finito, y que ahora aparece como un horizonte insuperable políticamente, hasta las propias resistencias psicológicas, ya estudiadas por algunos teóricos y que incluiría la llamada «paradoja psicológica del cambio climático», que «hace precisamente referencia al conjunto de sesgos que explican que las personas puedan hacer frente a una contundente descripción de escenarios catastróficos ligados a las alternaciones climáticas y, al mismo tiempo, evitar cuestionar aspectos claves de sus rutinas comportamentales y sus estilos de vida» (en palabras de Cristina Huertas y José Antonio Corraliza).

No pretendo yo ahora tener la salida a este cul de sac. Hace unos un filósofo francés, Jean-Pierre Dupuy, expuso una provocativa teoría que tomaba del mundo bíblico y que se llamó del ´catastrofismo ilustrado´, que venía a querer invertir ese supuesto de las profecías que se cumplen a si mismas, de forma que construyéramos ahora una profecía que se invalida a si misma: sólo volviendo creíble la perspectiva de la catástrofe (frente a la idea de insistir en la prevención o la precaución) señalaba, convirtiéndola de verdad en una amenaza que puede destruirnos, se producirá la reacción que puede impedirla. ¿Una bobada? Quizás no lo sea, pues lo que parece sin duda fracasada es la idea de que poco a poco, con una paulatina concienciación y encadenando reformas más o menos significativas, llegaremos a tiempo de impedir la catástrofe. No tenemos ya ese tiempo.

Entonces lo que habría que hacer es aumentar la fuerza ontológica de la idea de que la catástrofe es inevitable y que estamos ya en un tiempo excepcional, porque como ha escrito Jorge Riechmann, si algo hemos aprendido de la historia, esto es que «lo que se considera políticamente inviable en tiempos normales (verbigracia, cambiar las pautas de producción y consumo) se vuelve factible en tiempos excepcionales (crisis, guerra, revolución, etc.)».