Normalmente, el autobús me deja en la parada a las dos y cuarto después de la jornada escolar y llego, a paso rápido, a casa sobre las dos y veintidós. Me han repetido mil veces que mire a ambos lados cuando cruce una calle aunque sea de un solo sentido, que no me pare a hablar con conocidos ni desconocidos y que guarde siempre la llave de casa en el bolsillo interior pequeñito de la mochila, ese que lleva cremallera.

Desde que tengo trece años me dejan usar móvil y tengo que enviarles un mensaje a cada uno indicando que he llegado a casa sano y salvo.

De costumbre tengo un táper de comida en el frigorífico con mi nombre, como si tuvieran más hijos, o un plato tapado dentro del microondas y un pósit indicando el tiempo que tengo que darle. Así como algo de verdura o fruta, también con mi nombre. Siempre me han dado la sensación de tener todo bajo control y muy bien organizado. En casa se hace lo que hay que hacer. Formamos un equipo perfecto.

Mi madre suele llegar en torno a las cuatro y media y mi padre no tiene horario fijo. Trabaja demasiado, dice mi madre, pero cuando está en casa, su tiempo conmigo siempre ha sido oro. Los dos son muy cariñosos conmigo. No sé, siempre he sentido que yo había robado el cariño entre ambos, que se habían volcado tanto sobre mí que se olvidaron de mirarse el uno al otro. Sobre todo mi padre. Siempre ha sido él el que se ha encargado de llevarme al parque, a la peluquería, el que me ha ayudado con los trabajos esos que los profesores mandan para padres e hijos sucintamente. Él es más mañoso y más niñero, se dice siempre en casa. Lo dicen mis abuelos y mis tíos. Siempre ha tenido muy buena mano con los críos, dicen.

Mi madre no me pudo dar el pecho. Así que casi todos los biberones me los daba él. Él era el que tenía más paciencia. Él me enseñó a montar en bicicleta, en monopatín, a nadar. Que tiene mucho aguante, dicen todos. Él hacía piruetas para pasar más tiempo en casa cuando estaba yo. Desde hace un par de años o tres, trabaja más. Trabaja demasiado, dice mi madre. Yo soy más independiente, pero cuando algún trabajo o tarea se me atasca, espero a que llegue él para que me ayude.

Hoy no me han puesto deberes. Esta tarde toca entrenamiento y, como de costumbre, me llevará mi padre.

Llego a casa a las dos y veintidós, dentro del tiempo previsto. Pero hoy no es un día como el resto. La casa no está vacía. Escucho ruido en el salón. La televisión está encendida, están dando las noticias. Mi padre está en el sofá del salón. El periódico está abierto por la página de sucesos. La página muestra un coche pequeño rojo accidentado. Se lo ha llevado un tren por delante, parece que ha cruzado con la barrera baja y se adivina un cuerpo cubierto con una manta de esas doradas brillantes. Es la misma noticia que suena en la televisión local. Mujer de 44 años, dan sus iniciales, enfocan el coche con la matrícula pixelada y todo el lateral del conductor destrozado. Dicen que ha salido disparada del vehículo.

Me viene un flash rarísimo a la cabeza, como si ese coche me fuese familiar. Como si las iniciales de la accidentada significasen algo para mí.

Mi padre está inmóvil con la cabeza entre las manos, la cara tapada no impide que adivine que está llorando. Nunca lo he visto llorar. Me siento junto a él y lo abrazo como si fuera un niño pequeño. Se deja abrazar, tiene el abrazo roto, no puede ni corresponderme. Y se derrumba y llora con gemidos y ahora sí me agarra fuerte.

—Tú me sostienes— me dice.

Esa frase se traduce en otro flash en mi cabeza. Miro a mi padre a los ojos, rojos, mojados. Y sabe que he recordado. La mujer derramada junto a la vía del tren no es una desconocida para mí. En algún momento, la llamé tía ´algo´. M era la inicial de su nombre de pila. M de Magdalena. ¡La tía Magdalena! Yo era muy pequeño, apenas sabía hablar. Era la tía Magdalena. Una tía que nunca ha aparecido en ninguna fotografía, en ningún álbum, en ningún archivo. Una tía de la que jamás se ha hablado en casa o en la familia, como si no existiera o como si nadie supiese de su existencia.

Veo una mujer rubia y cariñosa. Recuerdo que me cogía mucho en brazos y me compraba golosinas. Cogíamos su pequeño coche rojo y nos íbamos a un parque lejos de casa o a un centro comercial retirado. Todo es muy difuso, pero es real. Mi padre y ella se daban la mano. Mi padre y mi madre no se daban la mano, ni se hacían los mimos que ahora les recuerdo a ellos. Ella le decía a papá: «Tú me sostienes». "«Tú me sostienes», respondía él. En algún momento, mi tía dejó de ser mi tía y ellos dejaron de sostenerse. Aquella mujer rubia pasó al olvido, un olvido previo a esta muerte de hoy.

«¿La tía Magdalena?», le pregunto a mi padre, a este hombre que hoy parece un niño entre mis brazos, un niño al que realmente sostengo. Mi padre asiente sin poder interrumpir su llanto. Me mira entre aliviado y derrotado, como si hubiese levantado de sus hombros una losa secreta y no le restasen fuerzas para nada.

Entiendo que, en algún momento, mi padre renunció a un sueño, a otra vida (ya sin vida), quizá por mí, quizá por esta familia perfecta y organizada de dos islas que miran hacia mí.