Se las tachó de prostitutas por querer vivir solas, por prescindir de la protección del hombre; se las acusó de brujas o herejes por predicar las Sagradas Escrituras a su voluntad y en su lengua materna, por criticar la decadencia moral del clero y por buscar la comunicación con Dios fuera de las ceremonias litúrgicas.

Las beguinas generaron algo nuevo, imprevisto en la cultura de su época. Buscaban la libertad y una manera propia de vivir su fe, su religiosidad, renunciando a la vida religiosa reglada. Lo que buscaban estas mujeresno era cambiar la ley a la fuerza ni asumir un rol masculino; querían dar a sus vidas un sentido libre, pensado y practicado por ellas, y no vivir de la forma que otros habían pensado para ellas.

En la Europa del siglo XII, numerosas mujeres adoptaron formas de vida religiosa que no incluían el ingreso en un monasterio. Algunas, huyendo de matrimonios no deseados, pasarían el resto de sus vidas recluidas en ermitas o en una celda cuya puerta se tapiaba, las emparedadas. Otras se adherían a una de las muchas herejías existentes en la época porque algunas predicaban la igualdad social de hombres y mujeres.

Las beguinas tampoco se contentaron con el papel que se les había otorgado, de esposas o monjas, sino que fraguaron una tercera vía reivindicando una acción apostólica que la Iglesia masculina les negaba. No solo buscaban un papel en la sociedad sino también una respuesta a sus necesidades y dudas espirituales.

Quisieron vivir integradas en las ciudades emergentes, y no encerradas en monasterios. Crearon un espacio específicamente femenino, los beguinatos, un espacio no solo de protección donde vivir en comunidad y hermandad, sino también donde desarrollarse económicamente, desempeñando una gran variedad de oficios. Fueron enfermeras, maestras, artesanas, pero, sobre todo, destacaron en las tareas de ayuda a los demás, ofreciendo su mediación tanto en la vida como en la muerte.

Fue un movimiento interclasista y heterogéneo; a veces, estables; otras, puntuales. Vivían en solitario, en grupos pequeños o formando grandes comunidades.

Vivían en el mundo, pero no querían relacionarse con las instituciones que no las dejaban desarrollarse como personas individuales, el sistema patriarcal y la institución eclesiástica; un espacio de reclusión, pero abierto al mundo. Para ellas la acción y la contemplación no eran opuestas.

Eran autosuficientes, y aspiraban a dignificar el trabajo. Esto provocó, en ocasiones, el enfrentamiento con los gremios que veían en ellas un peligro para su trabajo y prestigio. Tampoco gustó a la Iglesia que su trabajo fuera lucrativo y menos que algunos nobles y burgueses simpatizaran con su forma de vida y les ayudaran económicamente para que pudieran continuar con su labor.

No fue un movimiento homogéneo, sino que adquirió una gran variedad de formas dependiendo del lugar donde se desarrollaba, de su relación con las herejías o con la autoridad eclesiástica de turno y de la época, pues estuvo muy activo durante casi tres siglos.

Hubo firmes defensores de las beguinas entre las jerarquías eclesiásticas y las monarquías. El Císter, dominicos y franciscanos se vieron fascinados por su espiritualidad e incluso el papa Gregorio XI dirigió varias bulas para protegerlas. También tuvieron firmes detractores que las acusaron de generar peligros para las almas.

Eran autónomas e independientes, pero crearon un movimiento internacional, con vínculos, pues se comunicaban por escrito y en persona; viajaban y en sus largos recorridos aumentaban sus conocimientos.

Se organizaron de forma solidaria en una gran familia cuyos lazos no ataban, sino que las fortalecía en su búsqueda de la libertad y esto, unido al amor entre ellas y hacia los demás, fue lo que las mantuvo activas.

Los beguinatos también eran espacios de enriquecimiento personal y crearon una corriente de espiritualidad que dotaron de tanta fuerza que influyeron en el misticismo de su tiempo y en el de los siglos siguientes. Las escritoras beguinas revolucionaron el concepto religioso, cuestionando el dogma dominante y, además, se atrevieron a predicar sus enseñanzas e ideales en la lengua del pueblo, las lenguas vernáculas.

Las místicas más destacadas desarrollaron una intensa actividad literaria y predicadora. Tuvieron que luchar contra dos grandes obstáculos: como laicas, se las juzgaba incompetentes en temas religiosos; como mujeres, debían hacerse perdonar el uso de la autoría al escribir, ejercicio exclusivo del hombre en aquella época.

La Regla de los Auténticos Amantes es el texto medieval más extenso sobre cómo entendían la vida las beguinas. Fue redactado por un autor o autora anónima hacia 1300.

Hadewijch de Amberes, considerada la primera autora en lengua neerlandesa, habla del amor místico con el lenguaje de los trovadores. Inauguró la poesía mística 'cortés' y un movimiento llamado las 'trovadoras de Dios'. Sus escritos se basan en sus propias experiencias místicas, aunque también nos han llegado cartas y poesías. Tuvo que huir cuando su actividad literaria empezó a suscitar sospechas.

Mechthild de Magdeburg nos invita a recorrer los caminos del amor en La Luz que fluye de la Divinidad, testimonio femenino místico más antiguo en lengua alemana. Fue acusada de hereje por sus críticas a la decadencia moral del clero y acabó integrándose en un monasterio del Císter, orden que desde el siglo XII muestra su apoyo a las Mulieres Religiosae.

Marguerite Porete, quien se negó a retractarse de su libro El Espejo de las Almas Simples, un itinerario hacia la unión con Dios, fue quemada en París en 1300.

Beatriz de Nazaret, María de Oignies, Lutgarda de Tongeren, Juliana de Lieja son otras de las muchas beguinas ilustres de las que nos han quedado escritos.

Eran mujeres valientes y coherentes que crearon cultura, que necesitaban expresarse mediante la escritura y la oralidad. Eran innovadoras, transgresoras de los límites impuestos y uno de los primeros movimientos de liberación de la mujer, pero al desobedecer y resistirse a la autoridad de la Iglesia y del hombre incurrieron en la peor de las herejías.